Golpe de suerte

Capítulo 64. Salvatierra es el jefe.

Mari

El chirrido oxidado de una puerta me hizo contener el aire. Después, pasos firmes sobre la grava, pesados, seguros.
Bruno se tensó de inmediato; los hombros se le pusieron rígidos como si una cuerda invisible lo tirara hacia arriba. La mirada, clavada en el marco, parecía la de un perro que ha olido a su amo… o a su verdugo.

Me hundí un poco más en el sofá, cerrando los ojos lo suficiente para que pareciera que seguía inconsciente.

Un olor penetrante de colonia cara, mezclado con el amargo del tabaco recién encendido, llenó la estancia antes de que la voz llegara. No necesitaba verla; sabía quién era.

—Bonito escondite… aunque un poco deprimente para una dama —dijo, y la sangre me heló en las venas. Salvatierra.

Sus pasos eran lentos, medidos. Podía sentirlo recorriendo la habitación, evaluando cada detalle como si estuviera inspeccionando una pieza que iba a subastar.

—¿Por qué está así? —preguntó con un tono casi curioso.
—Está desmayada. Le di un golpe muy fuerte —contestó Bruno, seco, sin adornos.

La sombra de Salvatierra me cubrió. Lo sentí inclinarse sobre mí; el calor de su aliento me rozó la mejilla.
—¿Recuperándose o fingiendo? —susurró, demasiado cerca. Luego, sin esperar respuesta, se apartó con un movimiento indiferente.

Se oyó el sonido húmedo de una calada y el humo se mezcló con la humedad rancia de la casa.
—Esta noche la llevarás al muelle, Bruno. Ya sabes la hora.

Hubo un leve silencio antes de que Bruno preguntara:
—¿Para qué? —y noté en su voz un filo de cautela que antes no estaba.

—Para subirla a aquella barca… y porque me gusta que la gente vea que cumplo mis promesas.
—¿Y qué pasa con ella? —Bruno tensó un poco el cuello—. Abel dijo que quiere llevarla a su fiesta.

Salvatierra dejó escapar un suspiro como quien se divierte con la ingenuidad de otro.
—No te preocupes por eso. Las fiestas de Ron deben terminar. Ya no se conforma con torturar a desechos humanos. Después de esa idiota, sus exigencias han cambiado… ahora quiere más.

Bruno lo observó de lado, la mandíbula apretada; un tic le recorrió la comisura del labio.
—¿Y por qué mató a Valverde? —preguntó, directo, como quien lanza una piedra al fondo de un pozo para medir la profundidad—. Eso solo empeoró las cosas.

—Porque está completamente loco. Nunca debió matar a esa estúpida en su propia casa ni grabarlo todo. Pero no puede detenerse… es como un adicto. Y los adictos siempre acaban jodiéndolo todo. Por eso debemos pararlo antes de que nos arrastre a todos por el mismo precipicio.

Bruno ladeó la cabeza, con una dureza que no le había escuchado en otras conversaciones.
—¿Más problemas? Ya estamos hasta el cuello en mierda, Salvatierra. Primero la chica, luego Valverde… ¿cuántos más?

El otro sonrió sin rastro de calor.
—Sí, lo sé. Deberíamos haberlo eliminado antes… cuando Valverde, de algún modo, vio esa grabación. Pero Abel me aseguró que logró engañarlo diciéndole que todo era un juego. El problema fue que después leyó que habían encontrado el cuerpo de una chica en una maleta… y era la misma marca exclusiva que él había comprado para su viaje.

—¿Y empezó a sospechar? —Bruno se inclinó apenas hacia delante, como quien huele la trampa antes de pisarla.

—No al principio. Solo preguntó por su maleta. Pero Ron, como el imbécil que es, fue a la misma boutique y compró otra igual para sustituirla. —Su risa fue seca, casi un ladrido—. No sirvió de nada. Valverde, con su ojo de “entendido”, notó que no era la suya. Solo entonces Abel me llamó… y resolví el problema. Pero ya era tarde. Lo amenazó con ir a la policía.

La habitación se llenó de un silencio que pesaba. Bruno bajó un poco el tono, como tanteando el terreno:
—¿Y qué hacemos ahora?

—Tengo un plan —respondió Salvatierra, con una sonrisa que no tocó sus ojos—. Tu querido jefe, Morales, me ayudará.

El hombro de Bruno se contrajo.
—¿Cómo? Está en prisión preventiva.
—Ya no. Su abogado consiguió liberarlo. Mejor así: él matará a Ron y luego, como buen caballero, correrá a rescatar a su amada.

Cada palabra me clavaba una aguja en el pecho. Un gemido se me escapó sin querer. Bruno se giró al instante y fingió golpearme para empujarme de nuevo contra el sofá.

—Hay que deshacerse de la chica —dijo Salvatierra, con la indiferencia de quien tira un mueble roto—. Pero en el barco y en silencio.

—¿Para qué tantas complicaciones? —preguntó Bruno, y esta vez su tono no era de curiosidad… sino de prueba.

El suelo crujió cuando Salvatierra se acercó un paso más.
—Has estado haciendo preguntas que no te corresponden. Eso no me gusta.

—Quiero saber a qué estoy jugando.
—Juegas a lo que yo decida. Y en este tablero, tú no eres más que una pieza movible. Tu trabajo es claro: llevar a esta chica al barco que te enseñé, matarla… y esperar a Morales.

—¿Y cuando venga?
—Lo matas también y los llevas en barco a alto mar. —dijo Salvatierra, como si hablara del tiempo que haría mañana—. Así que mantente alerta.

Bruno aguantó la mirada, pero había tensión en sus pómulos.
—¿Y qué hago en alta mar?
—Te iré a buscar luego en otra lancha. —Bajó la voz, y esa calma afilada sonó más peligrosa que un grito. —Ahora debo irme… tengo mucho que hacer.

Sus pasos se alejaron, y el chirrido de la puerta marcó su salida. Afuera escuché el crujir de la grava y luego un motor encendiéndose rompió el silencio de la noche.

Bruno siguió mirando el marco vacío unos segundos más, como si esperara que Salvatierra volviera a entrar… o como si estuviera calculando cuántos pasos le quedaban antes de que ese hombre decidiera borrarlo del mapa.

Yo lo observaba en silencio, con el corazón latiéndome en la garganta. No era el momento de gritar ni de acusar; había algo en su mirada que me decía que la grieta ya estaba ahí, y solo necesitaba empujar un poco más.




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