William
La carretera hacia La Marina parecía no tener fin. La noche ya se había cerrado por completo, y la niebla costera lo cubría todo como una sábana húmeda. Las farolas, anaranjadas y solitarias, apenas lograban perforar aquella bruma, dibujando halos borrosos sobre el asfalto. El aire estaba cargado de sal, mezclado con el gasoil y la madera mojada… un olor que me devolvía recuerdos viejos, demasiado viejos, y ninguno bueno.
En silencio, le rogaba a todos los santos que Mari estuviera en esa casa y no aquí. Me aferraba a esa esperanza como a un salvavidas, y también a la confianza en la habilidad de Carlos para convencer.
Sabía que Bruno había cruzado la línea, nos traicionó, me vendió a Salvatierra y secuestró a Mari…, pero durante dos años no habíamos sido solo compañeros de uniforme: habíamos sido un equipo, una familia improvisada. Conocía a su mujer, a sus hijos… ¿cómo mirarles a la cara después y decirles que su padre murió como un perro rabioso bajo nuestras balas? No tenía respuesta. Lo único que tenía claro era que no quería que fuera Carlos quien apretara el gatillo.
Steve conducía rígido, los nudillos blancos sobre el volante. Ni una palabra. Estaba nervioso. El silencio en el coche era más espeso que la niebla que devoraba la carretera metro a metro.
Cuando las luces de la ciudad quedaron atrás, el mundo se encogió. Solo quedaba el rumor contenido del motor y el repiqueteo sordo de la sal contra la carrocería. Entre la bruma comenzaron a alzarse las siluetas fantasmales de mástiles y grúas, como esqueletos dormidos del puerto.
—Nos estamos acercando —murmuró Steve, rompiendo por fin el silencio. Su voz era más baja de lo habitual, como si temiera que alguien pudiera escucharnos desde fuera.
Asentí mientras revisaba por enésima vez la Glock. El frío del metal me devolvió una calma extraña, esa calma que viene de la rutina antes de la tormenta.
—Recuerda lo que hablamos, Steve —dije, sin apartar la vista—. Te quedas en el coche. Pase lo que pase. Si ves algo raro, arrancas y te vas. Si escuchas disparos, no te mueves de aquí.
—¿Y si te hieren? —preguntó, mirándome un instante.
—Si puedo arrastrarme hasta aquí, lo haré. Si no… —respiré hondo—, entonces te largas. Y llamas a Carlos, no a la policía.
No contestó. El destello intermitente de las luces del puerto llenó el coche, y la estructura del viejo muelle emergió de pronto de la niebla, enorme y silenciosa, como un gigante de hierro. Algunas farolas parpadeaban, lanzando destellos breves antes de volver a hundirse en la oscuridad.
Steve redujo la velocidad casi hasta detenerse. Un cartel oxidado, medio comido por la sal, marcaba el acceso al “Muelle de Carga 3”. Al fondo, la silueta de un barco pesquero se dibujaba difusa, con un único foco encendido sobre la cubierta, bañando de luz un trozo de madera empapada.
—Es ahí —murmuré.
—Parece vacío —dijo Steve, aunque sonó más a deseo que a observación.
—La trampa perfecta… —susurré.
Le pedí que se detuviera antes de entrar en la zona iluminada. Dejamos el motor encendido, un murmullo constante bajo los pies. Abrí la puerta y el frío húmedo me golpeó la cara como una bofetada.
—No salgas —le repetí.
Avancé por el muelle, cada paso amortiguado por la madera mojada. La niebla me rodeaba como una muralla, engullendo incluso el sonido de mis propios pasos. Solo el crujido de la estructura y el golpeteo lento de una cuerda contra el mástil rompían el silencio.
Entonces el viento cambió, trayendo un sonido distinto: metal arrastrándose contra metal. Me detuve, midiendo el terreno, y avancé hacia donde se amontonaban los cabos. Fue ahí, en un destello breve del foco, cuando lo vi.
Abel Ron.
Pero no estaba como lo había imaginado mil veces —desafiante, arrogante, con esa sonrisa de chacal— sino desplomado contra un viejo aparejo. Su cuerpo parecía sostenido más por la pila de redes que por su propia fuerza, el torso inclinado hacia delante como si la gravedad hubiera ganado la partida. Tenía la cabeza ladeada, y una mancha oscura se extendía desde el cuero cabelludo hasta perderse bajo el cuello de la camisa. Por un segundo pensé que estaba muerto.
Me acerqué con el arma en alto. Su respiración era débil, irregular, pero estaba vivo. Alguien le había reventado la cabeza.
Entonces escuché pasos. No venían de frente, sino desde un lateral. Lentos. Pesados.
Entonces, un ruido distinto cortó el aire.
Pasos. No venían de frente, sino desde el lateral derecho. Pasos lentos, pesados, que hacían crujir las tablas con cada avance.
—Morales… —La voz se arrastró entre la bruma como un cuchillo sobre piedra mojada, prolongando mi nombre con un retintín venenoso.
Me giré despacio, como si el aire mismo se hubiera vuelto plomo. Y allí estaba.
Entre la niebla, Salvatierra emergía como una sombra que se dibuja a sí misma. El foco del barco lo iluminaba por momentos, dibujando en su rostro esa media sonrisa que no anunciaba nada bueno. Las manos en los bolsillos, el porte relajado, como si todo aquello fuera una obra suya y yo no fuera más que un espectador incómodo.
—Vaya… —dijo, alzando un poco la voz como si abriera un telón—. Mira qué casualidad… parece que alguien ya te hizo la mitad del trabajo.
No contesté. Mi vista volvió un instante a Ron. No me hizo falta pensar mucho: si él estaba así, era porque Salvatierra lo quería así. Lo que significaba que el verdadero peligro no estaba encadenado frente a mí… sino caminando hacia mí.
—¿Dónde está Mari? —pregunté, el arma firme, mi voz más fría de lo que yo mismo esperaba.
—Sana… por ahora. Y seguirá así, si me escuchas.
—Si le tocas un pelo…
—Ahórrate las amenazas —me cortó, y la sonrisa se le ensanchó apenas, como un gato que juega con el ratón—. Guarda la pólvora para cuando realmente haga falta. Esta noche hay un trato: tú me escuchas… y ella sigue respirando.
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Editado: 07.08.2025