Golpe de suerte

Capítulo 66. Desenlace fatal

William

—¡William! —la voz de Mari cortó la niebla como un cuchillo caliente en mantequilla, vibrando sobre las tablas húmedas del muelle.

La vi emerger de la bruma como si el puerto la escupiera de golpe: corría hacia mí, el cabello pegado a las mejillas por la humedad, respirando a bocanadas. Sus ojos, fijos en los míos, no llevaban solo miedo… también había urgencia, una advertencia muda que no supe leer del todo en ese instante. No estaba atada.

Detrás de ella, como sombras más sólidas que la propia niebla, avanzaban Carlos con el arma empuñada y Bruno con la vista fija en Salvatierra, los hombros tensos como si estuviera midiendo distancias y opciones.

Por un segundo creí que lo conseguiría. Mari estaba a menos de diez metros, la pasarela estaba despejada, y si alcanzaba mi lado antes de que Salvatierra reaccionara… Pero el mundo rara vez concede ese tipo de milagros. En un gesto tan rápido y preciso que parecía coreografiado, Salvatierra soltó un paso lateral y le lanzó la mano. La atrapó del brazo con un golpe seco, un anzuelo de carne y hueso que la detuvo en seco.

—¡No! —di un paso hacia adelante, la Glock subiendo por instinto.

Mari forcejeó, el pie resbalándole sobre la madera mojada. Él la giró con violencia, obligándola a encajarse contra su pecho y puso la pistola a su cien. En sus ojos había ese brillo frío y cortante que había visto antes en hombres que disfrutan teniendo poder sobre otro ser humano.

—Quieto donde estás, Morales —dijo, y la calma en su voz heló más que cualquier grito—. Un movimiento más y volaré su cabeza.

Carlos y Bruno se frenaron como si hubieran chocado contra un muro invisible. Carlos apuntaba con ambas manos, el cañón temblándole apenas; Bruno, parece, no llevaba su arma, pero su tensión era la de un resorte a punto de romperse. La niebla parecía cerrarse más, atrapándonos a todos en una burbuja sofocante.

Yo podía oír mi propia respiración, irregular, y el latido fuerte en mis oídos. Mari me miraba, el rostro pálido, el pecho subiendo y bajando rápido. Y en esos segundos, la súplica en sus ojos no era que le disparara a él… sino que no cometiera un error que costara más vidas.

Salvatierra ladeó la boca en una media sonrisa que me revolvió el estómago.
—Baja el arma, William… y dile a tus amigos que hagan lo mismo.

No moví un músculo. Mari, con los labios apretados, negó apenas con la cabeza. Y yo… no podía entender todavía cómo Carlos había permitido que se acercara a este lugar. Pero ese era un problema para después; ahora cada segundo importaba.

Salvatierra empezó a caminar lateralmente, arrastrando a Mari como si fuera un escudo humano, acercándose al costado donde Abel Ron seguía medio encorvado sobre el viejo aparejo manchado de barro y algas.

Ron levantó la cabeza. La bruma se movió, y la luz amarillenta del foco del muelle le bañó la cara: los ojos enturbiados, la piel húmeda, el cabello apelmazado por la sangre seca.
—Tú… hijo de puta… —su voz salió grave, rota, pero con una chispa de rabia todavía viva.

—Ron… —Salvatierra sonrió como quien reprende a un perro que ha destrozado un mueble—. ¿De verdad creíste que ibas a salir de ésta? ¿Pensaste que iba a seguir limpiándote el culo de la mierda para siempre?

Ron rio, y ese sonido áspero y quebrado se mezcló con el rumor del agua contra el casco.
—No tienes huevos para matarme… Sin mí no eres nada. Ni fiestas, ni dinero, ni miedo… nada.

—Ya no te necesito. —Salvatierra giró apenas el brazo, soltando el agarre de Mari para apuntar a la cabeza de Ron—. Los animales que dejan de obedecer… se sacrifican.

Lo vi apretar el gatillo.

El mío se adelantó.

El fogonazo quemó la niebla y por un segundo iluminó los bordes de todo: el acero húmedo, las gotas suspendidas en el aire, los ojos de Mari muy abiertos. El estampido rebotó en la estructura del muelle, rompiendo la noche en pedazos.

Salvatierra retrocedió un paso, con una mueca de incredulidad en el rostro, antes de soltar a Mari. Ella cayó de lado, resbalando sobre las tablas húmedas.

Él intentó alzar de nuevo el arma, pero un segundo disparo mío le atravesó el pecho. Se dobló sobre sí mismo, de rodillas, los labios intentando formar una última frase que nunca pronunció. Su pistola golpeó la madera y rodó hasta chocar contra una viga.

Cayó hacia atrás con un golpe sordo que se perdió en el rumor del mar.

El aire me ardía en los pulmones cuando corrí hacia Mari.
—¡Mari! —La sujeté de los hombros, levantándola.

Su respiración era agitada, pero estaba entera. Me miró como si quisiera asegurarse de que yo era real.

Carlos llegó un segundo después, resbalando al detenerse.
—¿Estás bien? —le preguntó, abrazándola antes de que ella respondiera.

—Mari… cariño… ¿por qué viniste?

—Para avisarte que no era Ron el jefe… —su voz temblaba, pero las palabras salieron claras—. Era Salvatierra. Él quería que mataras a Ron… y luego Bruno debía matarte.

Miré a Bruno. Estaba unos pasos más atrás, el rostro pétreo. No avanzó, no retrocedió.

Fue entonces cuando lo entendí. Todos estábamos mirando a Mari. Nadie miraba a Ron.

Un rugido grave y gutural cortó el aire: el motor del barco se encendió. Me giré y lo vi tambalearse en la cubierta, liberando la maroma que lo mantenía atado al muelle. La cuerda cayó pesada al agua, y él, sin mirar atrás, desapareció en la caseta del timón.

—¡Alto ahí! —grité, pero el ruido de la hélice mordiendo el agua me tragó la voz. El casco comenzó a alejarse, arrastrando una estela de espuma gris.

—¡Joder! —Carlos se giró hacia mí—. Se escapa.

Entonces Bruno se movió. Corrió hacia el borde del muelle y saltó. El impacto de sus botas sobre la cubierta resonó incluso por encima del motor. Su silueta se recortó en la bruma, y lo vi avanzar hacia la caseta del timón.

—¡Bruno! ¡Sal del barco! —gritó Mari con un hilo de voz que se rompía—. ¡Es una trampa!




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