Mari
La sala estaba tan fría que me dolían las manos. No era solo el aire acondicionado: era ese tipo de frío que se mete en los huesos, el que nace de la tensión contenida y los recuerdos amargos. El aire olía a nervios acumulados, a transpiración, a perfume fuerte y a miedo. Me revolvía el estómago.
En el centro, William estaba de pie frente al tribunal. Mantenía el mentón alto, los hombros rectos, esa pose que quería ser firme… pero yo sabía leer entre líneas. Era puro cansancio. Cansancio y rabia disfrazados de dignidad.
El juez hojeaba las últimas páginas del expediente como si cada hoja pesara una tonelada. Cada crujido del papel era una tortura. Cada pausa, una sentencia suspendida en el aire.
En el fondo, la prensa se amontonaba como buitres en un banquete. Las cámaras centelleaban de vez en cuando, y cada vez que alguien tosía, los micrófonos se encendían como luciérnagas ansiosas de carroña. Buscaban sangre. Y ojalá no fuera la nuestra.
No podía evitar recordar otro juicio, en esta misma sala que parecía congelada en el tiempo, tan parecida y a la vez tan distinta. Fue cuando Nikita Staski —ex amante de Valverde y su socio — se sentó en ese mismo banquillo, acusado de haberlo asesinado. Durante semanas, lo pintaron como un traidor frío y calculador, capaz de matar por despecho… y por dinero. El amante despechado. El socio ambicioso. El monstruo perfecto.
Pero Nikita no era culpable. Lo supimos desde el primer día, aunque Salvatierra se había encargado de que todo apuntara en su contra. Había borrado pruebas, ocultado documentos, manipulado fechas. Entre ellas, la que confirmaba su coartada y el robo de su coche. Lo borraron del mapa a conveniencia.
Y sin embargo, la verdad —esa verdad obstinada que a veces parece enterrada para siempre— terminó por salir a flote. Fue la muerte de Salvatierra la que lo cambió todo. Su caída no solo destapó su red de corrupción, sino también los archivos enterrados bajo llave. Los papeles olvidados. Las pruebas “perdidas” que de pronto regresaron, como espectros con cuentas pendientes.
Y así, en una especie de justicia poética retorcida, Nikita fue liberado. Porque no tenía nada que ver. Porque el verdadero asesino necesitaba un chivo expiatorio, y él era perfecto: vulnerable, polémico, y fácil de odiar.
Claro que no todo fue justicia limpia. Steve tuvo que negociar en la sombra con el padre de Ron. Le ofreció un trato que sabía que tragaría con dificultad: era mejor para todos —para la imagen pública, para el juicio, para cerrar heridas— mostrar a Ron como una víctima manipulada por Salvatierra, un joven enfermo y desorientado, atrapado en una red que lo superaba. Una víctima más.
No me gustó. No me gustó nada. Era una media verdad disfrazada de redención. Pero sirvió. Sirvió para que nos abrieran los archivos ocultos. Para que el suegro de Salvatierra dejara de mover hilos desde las sombras. Para que, finalmente, la investigación avanzara.
Lo mismo ocurrió cuando Carlos y Santi me pidieron que guardara silencio sobre Bruno. Que no dijera que me había secuestrado. Me lo suplicaron por el bien de su familia… por esos hijos que algún día crecerán creyendo que su padre fue un héroe, no un traidor.
Acepté. No porque lo mereciera, sino porque entendí que a veces la verdad, cuando ya no puede cambiar nada, solo sirve para herir a quienes no tienen la culpa.
Y ahora, otra vez, el juicio. Otra vez, esa sala. Otra vez, un hombre inocente siendo juzgado no por lo que hizo… sino por lo que representaba para los que querían mantenerlo todo oculto.
Unas semanas atrás, todo parecía perdido. La acusación contra William era una losa brutal: asesinato de Salvatierra, intento de homicidio premeditado contra Abel Ron y Bruno, posesión ilegal de armas, abuso de autoridad… y como si fuera poco, conspiración para encubrir delitos. El suegro de Salvatierra —influyente, calculador, implacable— movía sus hilos para arrastrar a William al abismo, decidido a enterrar con él todos los pecados de su yerno. No podía permitir que mi amado quedara manchado por los crímenes de Salvatierra.
Y aunque todos sabíamos que William solo había actuado para salvarme —que lo suyo fue un acto de defensa, no de violencia gratuita—, nuestras palabras valían poco frente a los titulares y los fiscales de cuello rígido. Nos hacían callar con acusaciones de complicidad. Nos acorralaban con tecnicismos.
Lo que nos salvó no fue el discurso conmovedor ni el prestigio de William. Fue una prueba. Sólida. Irrefutable.
Fue Steve.
En su testarudez, desobedeció la orden de William de quedarse en el coche. Salió sin decir nada, siguió a William a distancia, y con su teléfono tembloroso, grabó todo lo ocurrido en el muelle.
Grabó el instante exacto en que Salvatierra me tomó del brazo, usándome como escudo humano.
Grabó cómo apuntaba a Ron, listo para silenciarlo para siempre.
Grabó el disparo de William, ese fogonazo seco que me devolvió la vida.
Y también grabó la explosión del barco… donde estaban Bruno y Ron. Un estallido que nadie pudo anticipar y prepararse. El teléfono cayó de sus manos y rompió. Pero Hugo pudo sacar la verdad que, sin esa grabación, habría quedado envuelta en versiones contradictorias y rumores malintencionados.
Fue ese video —esa verdad cruda, pixelada y temblorosa— lo que cambió el rumbo del juicio. Lo que desmontó las mentiras tejidas con dinero y poder. Y aunque no salvó a William de todas las consecuencias… sí lo salvó de las peores.
—Inspector Morales actuó para salvar vidas —dijo Marchand durante el juicio—. Si no hubiera disparado, hoy estaríamos contando otro tipo de víctimas. ¿Se le exige que cumpla un protocolo cuando hay una mujer desarmada con un arma en la cabeza? ¿De verdad quieren que un agente se detenga a leer el manual en medio de un asesinato en curso?
El fiscal quiso contraatacar con la infracción:
—¿Y si todos los policías suspendidos accedieran a armas del depósito por cuenta propia? ¿Qué mensaje enviamos? ¿Que la ley solo aplica cuando es cómodo?
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Editado: 07.08.2025