Golpe de suerte

uno

El aroma a masa de hojaldre horneándose, chocolate fundido y a frutas de temporada era el perfume que Cassandra amaba más en todo el mundo. Era el olor del éxito, de la paz, de un hogar construido con sus propias manos. O, más precisamente, con su propio horno.

Casstart era su pequeño rincón de felicidad en la gris y a menudo amarga Pinecrest. Las paredes estaban pintadas de un color naranja cálido y amarillo soleado, los estantes rebosaban de pasteles, cupcakes y galletas que parecían pequeñas obras de arte, y la campanilla de la puerta sonaba con una melodía constante que alegraba su corazón. Para Cass, cada cliente que entraba era una oportunidad para conectar, aprender algo nuevo y, sobre todo, para ver una sonrisa genuina provocada por sus creaciones.

Esa mañana en particular había sido frenética. Un pedido enorme para una boda en el distrito financiero la había tenido trabajando desde antes del amanecer. Ahora, con la tarde cayendo y el último cupcake de vainilla con buttercream de fresa vendido, Cass suspiró de satisfacción. Se desató el delantal, manchado de harina y colorante, y se estiró, sintiendo el cansancio calando profundo en sus músculos.

—Otro día victorioso —murmuró para sí misma con una sonrisa.

Su ritual de cierre era meticuloso. Limpió cada superficie hasta dejarla brillante, guardó los utensilios y cubrió los moldes. Por último, se acercó a la antigua caja registradora, una pieza vintage que había encontrado en una tienda de antigüedades y que amaba con locura. Con una llave que llevaba siempre colgada del cuello, abrió el cajón para vaciarlo y llevar la ganancia del día a la caja fuerte pequeña que tenía en el piso superior, su apartamento.

El sonido metálico del cajón al abrirse fue seguido por un silencio que de pronto se sintió demasiado denso.

Cass parpadeó, confundida. El cajón estaba vacío.

No solo eso. Alrededor de la cerradura, había finas marcas metálicas, casi imperceptibles que definitivamente ella no notó antes. Alguien había forzado la caja con algún tipo de herramienta. Con manos que comenzaron a temblar levemente, abrió la pequeña caja fuerte empotrada en la pared bajo el mostrador. También estaba vacía. Todo el dinero en efectivo de las ventas del día, una suma considerable gracias al pedido de la boda, había desaparecido.

—Oh, no… —exclamó con incredulidad.

La sensación fue un puñetazo en el estómago. No era solo el dinero, aunque eso era importante. Era la inseguridad que la invadió. Alguien había entrado en su santuario, había mancillado su espacio de alegría con avaricia y sigilo. Una oleada de frustración y enfado la recorrió, seguida de una punzada de vulnerabilidad. Estaba sola en la ciudad, y su negocio era todo lo que tenía.

Con un suspiro resignado, buscó el teléfono detrás del mostrador. Sus dedos marcaron el número de la policía de Pinecrest con torpeza. Cuando una voz áspera contestó al otro lado, Cass hizo un esfuerzo por mantener la calma.

—¿Hola? —su voz titubeó al llevarse el teléfono a la oreja; sus dedos tamborileaban contra el mostrador mientras tragaba saliva—. Sí, buenas tardes. Habla Cassandra… de la pastelería Casstart, en la calle Baker.

Se obligó a inhalar hondo, apretando el delantal entre las manos.
—Sí… necesito reportar un robo. Se han llevado todo el dinero de la caja… —su voz se quebró un poco, y giró la mirada hacia la registradora abierta, como si al verla pudiera encontrar una explicación o el dinero volviera a aparecer por arte de magia.

—¿Cuándo? —repitió, bajando el tono—. No… no estoy segura. Lo noté después de cerrar, quizás fue en un descuido mientras atendía… —se mordió el labio, nerviosa, mientras caminaba en círculos cortos tras el mostrador.

Asintió en silencio a lo que escuchaba al otro lado de la línea, con los ojos fijos en el suelo, como si buscara allí las palabras correctas.
—Sí… claro, puedo esperar.

Colgó y se apoyó contra el mostrador, cruzando los brazos. Miró a su alrededor, a su querida tienda que de repente parecía un poco menos brillante. Los dulces coloridos ahora parecían burlarse de ella, testigos mudos de un delito que no habían podido evitar.

Los minutos se arrastraron. Cada ruido de la calle la hacía sobresaltar, preguntándose si sería el policía o, por alguna razón absurda, el ladrón regresando. Finalmente, el sonido de un motor suave y las luces de un coche patrulla iluminando brevemente el escaparate anunciaron la llegada de la ley.

La puerta se abrió con un suave tintineo de la campanilla.

Y entonces, Cass lo vio.

El oficial que cruzó la puerta no tenía nada que ver con el estereotipo de policía duro y cansado que ella había imaginado. Era joven, de complexión atlética, con el uniforme perfectamente ajustado a unos hombros que parecían hechos para inspirar confianza. Se quitó las gafas de sol con un gesto despreocupado, revelando unos ojos azules brillantes que recorrieron la pastelería con profesionalidad antes de detenerse en ella.

El cabello oscuro le caía en un ligero desorden encantador, como si acabara de bajarse de una moto o de haberse pasado la mano por la cabeza sin pensar. Pero lo que la desarmó por completo fue la sonrisa que le dedicó: amplia, luminosa, tan genuina que era imposible no devolverla. Una sonrisa que parecía decir todo va a estar bien, incluso antes de pronunciar una sola palabra.

—Buenas tardes, señorita —saludó con un tono cálido y cercano que derritió parte de la tensión en el aire—. Soy el oficial Greyson. ¿Usted hizo la llamada por el robo?

Su voz era tan atractiva como el resto de él: un tono barítono amable pero seguro. Cass, que normalmente nunca se quedaba sin palabras, se encontró momentáneamente paralizada, la queja sobre el robo atascada en su garganta. Lo único que pudo pensar fue que él era, sin lugar a dudas, el hombre más guapo que había visto en su vida.

Finalmente, asintió, logrando encontrar su voz.




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