Los días posteriores a su encuentro en la acera pasaron con una lentitud exasperante. Cassandra atendía a sus clientes, horneaba pasteles y cada vez que la campanilla sonaba, alzaba la vista con una esperanza que se iba desvaneciendo para convertirse en una resignación amable. Pinecrest había reclamado al oficial Greyson para sí, sumergiéndolo en sus incontables crímenes y problemas, mucho más importantes que una pastelería local.
Cada mañana, al abrir la tienda, su mirada se iba instintivamente a la pequeña cámara sobre la caja. La aplicación de seguridad en su teléfono funcionaba excelente, mostrando horas y horas de filmación de… absolutamente nada fuera de lo común. La paz era agradable para el negocio, pero terrible para su corazón.
La idea comenzó a germinar un martes por la tarde, particularmente lento. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana y las calles estaban casi desiertas. Cassandra, aburrida de decorar galletas con el mismo patrón de siempre, se encontró mirando fijamente el saco de harina de veinte kilos que descansaba en un rincón de la trastienda. Y entonces, como un relámpago de pura y absoluta tontería, el plan se formó en su mente. No era un plan brillante. De hecho, era tan transparente como el glaseado de un pastel de boda. Pero la necesidad de verlo, de romper la monotonía y de provocar aquella sonrisa otra vez, fue más fuerte que cualquier tipo de sentido común.
—Esto es una estupidez —se murmuró a sí misma, sacando la harina. Pero sus pies ya la llevaban hacia la estrecha escalera que conectaba la tienda con su pequeño apartamento en el piso superior.
Con un esfuerzo que la dejó jadeando, arrastró no uno, sino tres sacos de harina pesados hasta arriba, escondiéndolos detrás de su sofá. Luego, bajó de nuevo y, con el corazón acelerándose, tomó un puñado de harina del saco más pequeño que usaba a diario en la cocina. Miró a su alrededor, sintiéndose como una criminal. La cámara la observaba desde su ángulo. ¿Y qué?, pensó, con un atisbo de desafío. Esto es por una buena causa, podría borrar el video de la cámara después.
Con un gesto teatral, esparció la harina en el suelo frente a la caja registradora, creando un pequeño montículo blanco y desordenado. Para darle más verosimilitud, arrastró levemente el pie a través del polvo, como si alguien hubiera pisado en el desorden al huir. Parecía el escenario de una pelea de pasteleros, no de un robo, pero era lo mejor que podía hacer.
Se miró las manos, manchadas de blanco, y su delantal. Perfecto. Parecía que había librado una batalla campal con un ejército de masas madre.
Con las mejillas acaloradas por los nervios de su mentira, tomó el teléfono. Sus dedos temblaron ligeramente al marcar el número de la policía. Cuando la misma voz áspera de la vez anterior contestó, ella intentó sonar angustiada.
—¿Hola? Sí, buenas tardes. Soy Cassandra, de Casstart... otra vez. Sí... ha habido otro incidente. Alguien entró. No, no sé cómo, pero se llevó... se llevó... toda la harina.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea, como si no pudieran creer lo que estaban oyendo.
—Disculpe, señorita. ¿Acaba de decir que se llevaron la harina?
—Sí. Harina. Varios sacos. Es... es muy valiosa para mí —dijo, esforzándose por sonar convincente.
Se le asignó una unidad. Colgó y se dejó caer contra el mostrador, sintiendo cómo la adrenalina corría por sus venas. ¿Qué había hecho? ¿Y si enviaban a otro agente? ¿Y si el oficial Greyson la odiaba por esto? ¡¿Y si Dante veía a través de su patética mentira inmediatamente?!
Los minutos de espera fueron una tortura. Cada segundo que pasaba la convencía más de su propia locura. Estaba a punto de coger un trapo y limpiar todo, de cancelar la llamada, cuando las familiares luces rojas y azules iluminaron la lluvia en el escaparate. Su corazón se encogió de pánico y de emoción.
La puerta se abrió y Dante entró, con un impermeable oscuro brillando por la lluvia y la gorra goteando. Su expresión era de alerta profesional, pero al verla a ella, parada junto a un montículo de harina en el suelo, intacta y simplemente desconcertada, su ceño se suavizó en una arruga de confusión.
—¿Cassandra? ¿Llamaste para reportar un robo? —preguntó, quitándose la gorra y sacudiendo ligeramente el agua.
Ella asintió, incapaz de encontrar las palabras de inmediato. Señaló débilmente hacia el suelo.
—Sí, alguien entró. Mientras yo estaba arriba, en el apartamento. Escuché ruido... bajé y... esto es lo que encontré.
Dante avanzó, sus botas evitando cuidadosamente el área embadurnada de harina. Sus ojos escudriñaron la escena: la puerta trasera intacta, la ventana cerrada, la caja registradora sin tocar, y el único desastre siendo el pequeño caos harinoso en el suelo. Miró la cámara de seguridad instalada en el techo, luego miró a Cass, cuyo rubor era ahora completamente genuino.
Se agachó, estudiando el montículo de harina y la huella claramente falsa que ella había creado. Permaneció en silencio por lo que a ella le pareció una eternidad. Luego, se levantó lentamente y se cruzó de brazos, una expresión divertida y profundamente escéptica en su rostro.
—Déjame ver si entendí —dijo Dante, tratando de mantener la seriedad, pero con la comisura de los labios temblando de la risa—. El ladrón… se metió aquí con la alarma y cámaras nuevas, ignoró el dinero de la caja, ni siquiera tocó los pasteles… y se llevó… ¿Sacos de harina?
Cass tragó saliva, deseando que el suelo se la trague.
—Sí. Es... es harina orgánica de importación. Muy cara.
Mentira. Era la misma harina de siempre del proveedor local.
Dante no pudo contenerlo más. La sonrisa que se insinuaba en sus labios, se convirtió en una risa ahogada, y finalmente en una carcajada sincera y cálida que llenó toda la tienda. No se reía de ella, sino de la absurdidad absoluta de la situación.
—¡Por todos los cielos, Cass! ¿Harina? —dijo, limpiándose la comisura de los ojos, ahora llorosos por la risa—. ¿Acaso te toco el criminal más peculiar de Pinecrest? ¿O un panadero rival desesperado?