La cafetería a la que Dante la llevó no era una cadena impersonal, sino un pequeño y acogedor local llamado El Rincón, a apenas dos calles de Casstart. El aroma a café recién molido y a bollos de canela lo llenaba de un ambiente acogedor y familiar, el tipo de lugar donde los locales se sentían como en casa.
Él eligió una mesa en una esquina tranquila, cerca de una ventana por la que entraba el sol de media tarde. Mientras se sentaban, no podía evitar sentirse como en una primera cita de instituto, nerviosa y emocionada a la vez. Él se quitó la sudadera, revelando una camiseta oscura y ajustada que dejaba poco a la imaginación respecto a su físico. Ella se obligó a mirar el menú con intensidad.
—¿Qué sueles tomar? —preguntó Dante, su voz rompiendo el hechizo de su nerviosismo.
—Capuchino con espuma extra de vainilla y caramelo. Es mi debilidad —confesó ella.
—Un gusto dulce para la dueña de una pastelería. Qué sorpresa —bromeó él con una sonrisa—. Creo que yo elegiré un café negro. Necesito algo fuerte después del ataque felino.
Hicieron el pedido y un silencio cómodo, aunque cargado de expectación, se instaló entre ellos. Cassandra jugueteaba con una servilleta, buscando un tema de conversación que no fuera ¿Cuántas veces te he pedido ayuda en mi tienda?
Fue Dante el primero en romper el hielo.
—Entonces, ¿siempre supiste que querías ser pastelera? Porque, déjame decirte, es un cambio agradable. La mayoría de la gente aquí quiere ser... bueno, cualquier cosa menos eso.
Cass sonrió, aliviada.
—Más o menos. Dejé el pueblo donde nací para... reinventarme, supongo. Siempre me encantó hornear con mi papá, me parece terapéutico. Tomas un montón de ingredientes separados y creas algo que hace feliz a la gente. Es simple, y los resultados son siempre deliciosos —Se encogió de hombros, un poco cohibida—. Suena cursi, lo sé.
—Para nada —dijo Dante, y parecía decirlo en serio—. Es un propósito honesto. En mi trabajo, a veces es difícil ver el resultado positivo. Es más sobre contener el caos que sobre crear alegría. En especial en una ciudad grande como esta, donde siempre pasa algo.
—Bueno, tú creaste un poco de alegría para mí —dijo antes de poder pensarlo. Se mordió el labio, ruborizada—. Quiero decir, cuando ayudaste con lo del robo y todo eso.
Él sostuvo su mirada, y su sonrisa fue suave.
—Me alegra haberlo hecho.
Cuando la camarera llegó con sus cafés, se instaló un silencio agradable, tranquilo. Cass dio un sorbo de su capuchino espumoso: estaba perfecto, caliente y reconfortante.
—¿Y tú? —se atrevió a preguntar—. ¿Siempre supiste que querías ser policía?
Una sombra de algo más complejo, una historia más larga, pasó por los ojos de Dante por un instante.
—No exactamente —dijo Dante, con un leve encogimiento de hombros—. Vengo de una familia grande… y un poco caótica. Siempre hubo un sentido de justicia en casa, de cuidar a los demás. Mi hermano Jake siempre se encargó de los inventos y la tecnología, las cámaras y esas cosas. Yo… bueno, yo encontré mi manera de canalizarlo. Esto —señaló vagamente su ropa, como representando el uniforme que no llevaba puesto— fue solo la forma de hacerlo oficial.
—Una familia grande, ¿eh? Suena bien —preguntó Cass, intrigada. Era la primera vez que lo oía hablando de algo personal.
—Uh, sí. Muchos hermanos —dijo él, y una sonrisa genuina de afecto iluminó su rostro—. De todo tipo. Unos más problemáticos que otros. Es como dirigir un pequeño ejército de lunáticos con hiperactividad. Nunca hay un momento aburrido en casa.
Cassandra no pudo evitar sonreír imaginándolos.
—¿Cuántos son?
—¿Oficialmente? Somos cuatro. Pero con tantos tíos, sobrinos y familia extendida, todo se vuelve un poco caótico cuando nos reunimos —dijo Dante, encogiéndose de hombros con una sonrisa antes de tomar un sorbo de su café negro—. Supongo que por eso me gusta tu pastelería: el orden, el dulzor… y la tranquilidad que hay es un buen respiro del caos, tanto de casa como de la comisaria.
Cass sintió un calor agradable recorrerle el pecho. Que él viera su tienda como un pequeño refugio la conmovió más de lo que esperaba, y una sonrisa tímida se dibujó en su rostro.
—Deben de estar muy orgullosos de ti —dijo—. Un oficial de la policía de Pinecrest, es algo importante.
Dante se encogió de hombros, pareciendo modesto.
—Ah… bueno, es solo un trabajo como cualquier otro —murmuró, rascándose la nuca—. Pero gracias. —Su mirada se desplazó hacia la ventana, y su expresión cambió un instante—. Hablando de trabajo…
La campanilla de la cafetería sonó y entró un hombre con uniforme de policía de Pinecrest. Mayor, con bigote y una expresión permanentemente de cansancio. Su chapa anunciaba con claridad: “Sargento Rojas”.
Dante se removió incómodo en su asiento antes de lanzarle una mirada fugaz, como si pidiera ayuda silenciosa.
El sargento se dirigió directamente al mostrador para pedir, pero su vista de halcón barrió la sala antes de detenerse en ellos. Sus cejas se elevaron casi hasta la línea del cabello. Una vez que tuvo su café en mano, se acercó a la mesa donde estaban.