Los días posteriores a la cita fueron una montaña rusa para Cassandra. Por un lado, flotaba en una nube de felicidad, reviviendo cada sonrisa y palabra de Dante. La revelación de que él pasaba por su calle más de lo estrictamente necesario era un elixir que endulzaba hasta la tarea más mundana de la pastelería.
Pero, por otro lado, la ansiedad comenzó a crecer.
Dante, fiel a su palabra, había ajustado su patrulla a las zonas donde Rojas lo asignaba. Ya no estaba ese consuelo sutil de ver el coche patrulla pasar a horas aleatorias del día, ni la sensación de que unos ojos amables vigilaban su calle. Su ausencia, aunque era un cumplido a lo que fuera que se estaba desarrollando entre ellos, dejó un vacío que el miedo se apresuró a llenar. Pinecrest, con sus sirenas constantes y esquinas oscuras, pareció volverse más grande, más hostil, sin su guardián informal.
Al volver del mercado mayorista, cargada con bolsas pesadas de harina, azúcar y frutas confitadas, ella notó que su calle estaba extrañamente silenciosa. El sol ya se había escondido tras los edificios, tiñendo todo de un naranja apagado, y un viento frío que arrastraba papeles por la acera. La tranquilidad era demasiado intensa, como si el barrio mismo contuviera la respiración.
Fue entonces cuando los escuchó.
Pasos. Claros y resonantes en el silencio del barrio. No eran el arrastrar cansino de un vagabundo ni el taconeo rápido de alguien que llegaba tarde a algún lugar. Eran pasos firmes, constantes, que parecían mantener una distancia precisa detrás de ella.
Cassandra apretó el paso, con su corazón latiendo a mil por hora. Las asas de las bolsas le cortaban la circulación de los dedos. Pero así como ella se apuraba, los pasos también apretaron el ritmo. No corrían, simplemente se adaptaban al suyo, manteniendo esa distancia inquietante.
Ella se negó a voltear, paralizada por el miedo. ¿Será el mismo ladrón de la caja? ¿Alguien que sabe que fui a comprar suministros? Su mente, alimentada por la ansiedad de la situación, pintó todos los escenarios catastróficos posibles.
Al doblar la esquina hacia su calle, vio la luz cálida de Casstart al fondo. Era su meta, su santuario. Con un jadeo, rompió a correr, las bolsas golpeándole las piernas, el metal de sus llaves ya en la mano, temblorosa.
Los pasos detrás de ella se hicieron más rápidos, más urgentes, como si pudieran sentir su intención.
Todavía no se atrevió a mirar atrás. Llegó a la puerta jadeando, logró encajar la llave en la cerradura con manos que no respondían, abrió, se lanzó dentro y cerró de golpe, echando el cerrojo con un sonido metálico que sonó a salvación. Se apoyó contra la puerta, el corazón martilleándole el pecho, escuchando con toda su atención.
Silencio.
Nada. Solo el latido de su propia sangre en los oídos.
¿Se lo había imaginado? ¿Había sido su paranoia? Permaneció así un minuto, dos, tratando de calmarse. Pero entonces, un ruido la hizo saltar. ¡Crac! Podría haber sido solo el hielo cayendo del congelador de la trastienda. Pero fue la gota que colmó el vaso.
El miedo, puro e irracional, se apoderó de ella. Ya no pensó en Dante, en parecer tonta, en nada. Solo quería sentirse segura. Agarró el teléfono con manos aún temblorosas y marcó el número de la policía.
Cuando el operador contestó, su voz sonó quebrada.
—Hola, sí... necesito ayuda. En la pastelería Casstart. Creo... creo que alguien me estaba siguiendo. Escuché pasos. Y ahora hay ruidos... No sé, puede que esté intentando entrar...
Mencionó la dirección y colgó, sintiéndose simultáneamente aliviada y ridícula.
Los minutos de espera fueron eternos. Cada crujido del edificio, cada motor de coche en la distancia, la hacía estremecer. Finalmente, las luces rojas y azules iluminaron el escaparate. Corrió a abrir la puerta, pero la figura que se recortó contra la noche no era la alta y familiar de Dante. Si no que más baja, corpulenta, y con una profunda expresión de fastidio bajo su gorra azul.
Era el Sargento Rojas.
—Señorita Bellini —dijo, sin saludar. Su voz era plana, carente de toda emoción—. Otra vez usted, veo.
—Sargento —murmuró ella, sintiendo cómo el rubor de la vergüenza le subía por el cuello—. Gracias por venir. Es que...
—¿Oyó pasos y ruidos? Lo sé —interrumpió él, entrando sin ser invitado y quitándose la gorra para pasarse una mano por el pelo canoso. Su mirada escudriñó la tienda vacía con escepticismo—. No veo nada fuera de lugar.
—Sí, lo sé, pero es que... —Cassandra se sentía cada vez más pequeña—. Volvía de compras y alguien me siguió hasta la puerta. Y luego, adentro, escuché...
Rojas suspiró, un sonido de profunda exasperación.
—Mire, señorita. Respeto que se asuste, Pinecrest puede dar miedo. Pero mis oficiales y yo tenemos casos reales que atender. Asaltos, robos a mano armada... no podemos salir corriendo cada vez que a la dueña de la pastelería le da un susto por una sombra sospechosa —Señaló con la cabeza hacia la cámara en el techo—. Tiene el sistema de seguridad que el oficial Greyson le recomendó. ¿Revisó las imágenes?
Se quedó helada. En su pánico, se había olvidado por completo de las cámaras.