La paz que encontró después de su disculpa en la comisaría duró un par de días. La bandeja de dulces había funcionado como un milagro; el Sargento Rojas ya no la miraba con recelo cuando, por casualidad, lo veía por la calle, sino con una especie de resignación curiosa. Incluso había asentido con la cabeza una vez, un gesto que, viniendo de él, pareció casi un abrazo efusivo.
Cassandra se había sumergido en su trabajo, horneando con una concentración renovada, usando la repostería como meditación. Revisaba las cámaras religiosamente cada mañana, no por miedo, sino por rutina, reafirmando su control sobre su pequeño reino. Estaba decidida a ser la ciudadana más sensata y menos problemática de Pinecrest.
Fue en medio de esta nueva determinación cuando sonó su teléfono. La pantalla mostraba el nombre de Dante. Una sonrisa instantánea iluminó su rostro. Desde el incidente del corredor, sus mensajes habían sido esporádicos y amistosos, pero él nunca había llamado.
—¿Oficial Greyson? —contestó, intentando sonar profesional y fallando miserablemente por el tono alegre de su voz.
—Cass. Hola —su voz al otro lado era cálida, pero tenía un deje de formalidad que la alertó—. ¿Tienes un minuto? Es sobre... una propuesta.
—Claro. ¿Paso algo? —preguntó, apoyándose contra el mostrador, su mente corriendo hacia posibles robos en el barrio.
—Sí, pero nada malo. Al contrario —Hizo una pausa, y ella podía casi oírlo eligiendo las palabras—. ¿Recuerdas que te dije que Rojas considera que el trabajo comunitario es vital para la imagen del departamento?
—¿El mismo trabajo comunitario que, según él, hacías vigilando mi pastelería? —bromeó ella, sintiéndose más audaz.
Él se rio.
—Exactamente ese. Bueno, resulta que tengo que organizar una actividad para un grupo de niños de la escuela primaria local. Niños en situación de... riesgo, digamos. El departamento quiere darles una perspectiva positiva, alejarlos de los malos caminos, todo ese rollo.
—Suena como algo bonito para los niños —dijo, intrigada pero sin ver aún la conexión.
—Sí, lo es. Pero la parte difícil es encontrar una actividad que realmente les interese. No puedes sentarlos a escuchar una charla sobre los peligros de las drogas y el crimen durante una hora —Hizo otra pausa—. Y entonces se me ocurrió. Pensé en ti y en tu pastelería.
Cassandra parpadeó.
—¿En mí?
—Sí. ¿Qué tal si les das una clase? Algo simple. Decorar galletas, hacer muffins... algo que sea divertido, creativo, y que les demuestre que se pueden hacer cosas geniales con las manos y un poco de esfuerzo —La voz de Dante sonaba entusiasta ahora, contagiado por su propia idea—. Rojas aprobaría la idea al instante. Quedarías como una ciudadana ejemplar, la pastelera que ayuda a la comunidad. Sería tu boleto definitivo para su lado bueno. Y, honestamente, creo que a los niños les encantaría algo diferente a la clásica visita a la comisaria.
Ella se quedó en silencio, procesando la propuesta. Una clase para niños. Niños que quizás nunca habían tenido la oportunidad de hacer algo tan... hogareño y normal. La idea la aterrorizaba y la emocionaba al mismo tiempo.
—Dante, yo... no sé nada de enseñar. ¿Y si lo arruino? ¿Y si se aburren? ¿O si hacen un desastre terrible?
—Cass —dijo él, y su tono era tan suave que se sintió instantáneamente más calmada—. Hornear es lo que haces. Es lo que eres, solo tienes que ser tú misma. En cuanto al desastre, es inevitable. Y es parte de la diversión. Yo estaré ahí, ayudando a mantener el orden. O intentándolo, al menos.
La imagen de Dante, vestido con su uniforme intentando controlar a un grupo de niños cubiertos de glaseado, le arrancó una risita.
—¿De verdad estarías ahí?
—Claro, es mi proyecto. No te voy a dejar sola con una horda de pequeños criminales —bromeó—. ¿Qué dices? ¿Te apuntas?
Miró a su alrededor, su pastelería, su santuario. Era un lugar de alegría. ¿Qué mejor manera de redimirse completamente que compartiendo esa alegría? Y la idea de hacerlo junto a Dante, de verlo interactuar con los niños, de construir algo positivo... era irresistible.
—Está bien —dijo, con una voz más firme de la que esperaba—. Lo haré.
—¡Genial! —La alegría en su voz era palpable—. Te lo agradezco mucho, Cass. De verdad. Rojas se va a poner... bueno, no se va a poner feliz, pero dejará de quejarse sobre ti para siempre.
Se rieron y acordaron algunos detalles: la fecha, la hora, el número de niños. Cuando colgaron, Cassandra se quedó con el teléfono en la mano, una mezcla de pánico y emoción burbujeando en su interior.
Inmediatamente, su mente de pastelera se puso en marcha. No podía ser cualquier clase. Debía ser perfecta.
Se encerró en la trastienda con un cuaderno y comenzó a planificar. ¿Galletas de azúcar? Demasiado simples. ¿Muffins? Podría ser, pero el horneado llevaba tiempo. Quería algo que los niños pudieran hacer de principio a fin en una hora, algo que pudieran personalizar y llevarse a casa con orgullo.
¡Decoración de donas! La idea le estalló en la cabeza como si se encendiera una lamparita. Prepararía una buena tanda de donas simples y esponjosas, recién hechas, y dejaría que los niños fueran los artistas. Se los imaginó rodeando una mesa llena de glaseados de colores en bolsitas listas para usar, montañas de chispitas brillantes y pequeños cuencos repletos de confites de chocolate y golosinas.