Golpe de suerte

diez

Dante

El despacho del Sargento Miguel Rojas olía a café, a papel viejo y a la tenue, pero persistente fragancia de los brownies de chocolate que aún descansaban, medio vacíos en su bandeja, en un rincón de su escritorio. Dante se mantuvo firme al otro lado del escritorio, con las manos detrás de la espalda, en una postura de respeto que sabía que a su jefe le agradaba.

—Greyson —gruñó el sargento sin levantar la vista de un informe que estaba firmando con ceño fruncido—. Si es sobre el informe del atraco en el banco, ya lo sé. Las cámaras eran una mierda, como siempre.

—No es sobre el atraco, jefe —dijo, manteniendo la voz neutral y profesional.

Rojas alzó entonces la vista, sus ojos entrecerrados, escudriñándolo.

—¿Entonces qué? ¿Problemas con la pastelera otra vez? ¿Ahora la persiguen mimos o algo por el estilo?

Una sonrisa involuntaria asomó a los labios de Dante antes de que pudiera contenerse.

—No, jefe. Para nada. De hecho, es sobre ella. O más bien, con ella.

Colocó la carpeta que llevaba sobre el escritorio, deslizándola hacia el sargento. Rojas la miró con desconfianza, como si fuera una bomba que pudiera explotar en cualquier segundo.

—¿Y esto qué es?

—La propuesta para la actividad comunitaria con los chicos del programa Futuros Brillantes de la primaria —explicó Dante—. Solo falta su sello de aprobación.

Rojas soltó un suspiro profundo y grave, como si le pesara.

—Por favor, dime que no es otra de esas visitas guiadas para ver las celdas. A los últimos casi les da un infarto. —Se inclinó hacia atrás en la silla y lo fulminó con la mirada—. Y tuve que perseguir niños por el pasillo, Greyson. Nunca más.

—Para nada, jefe —dijo antes de abrir la carpeta, revelando el plan conciso y bien estructurado—. Es una clase de repostería impartida por Cassandra, dueña de Casstart. Los niños aprenderán a decorar donas con un negocio local. Es práctico, creativo, y se llevan algo a casa de recuerdo. Algo dulce para que coman.

El sargento se quedó en silencio por un momento, sus dedos tamborileando sobre la madera. Dante podía casi ver los engranajes girando detrás de esos ojos cansados: el costo, la logística, la imagen pública.

—Una clase de... decoración de donas —repitió Rojas, como si probara las palabras y le supieran a algo extraño—. ¿Y por qué demonios haría ella eso? ¿Otro intento de quedar bien?

—Es una ciudadana comprometida, jefe —dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras—. El incidente del... corredor la dejó mortificada. Esto es su manera de enmendarse de verdad, de contribuir. Y hay que admitir que sus habilidades son de primera, los brownies fueron solo una muestra.

Señaló con la cabeza hacia el recipiente. Rojas bajó la vista a los brownies y luego la levantó hacia Dante. Una sonrisa lenta, astuta, se le dibujó en los labios. Dante la reconoció al instante: era la sonrisa del sargento cuando olía un secreto, cuando ataba cabos que él hubiera preferido mantener bien separados.

—Ah —dijo Rojas, reclinándose en su silla, que crujió en protesta—. Ya veo. Esto no es solo trabajo comunitario para ti, ¿verdad, Greyson?

Sintió que el calor le subía por la nuca.

—No sé a qué se refiere, jefe. Es una buena oportunidad para…

—Para quedar bien con tu pastelera —lo interrumpió el sargento, sin malicia, sino con un humor rudo—. Para impresionarla con tu proyecto bonito para niños. Para pasar tiempo con ella sin que parezca una cita —Señaló a Dante con un dedo—. Está escrito en tu rostro, chico. Tienes esa... cosa. Ese brillo de cachorro enamorado.

Se quedó callado, luchando por mantener la compostura. ¿Era tan obvio? Claro que pensaba en ella. Desde la primera vez que entró en su pastelería, con esa mezcla de vulnerabilidad y determinación, con esa sonrisa que podía iluminar la oscuridad de Pinecrest. Pensaba en cómo se le iluminaban los ojos cuando hablaba de hornear, en su torpeza adorable al inventar robos que creía que él no notaria, en su valentía al disculparse con Rojas. La admiraba. La encontraba... fascinante.

—Es una buena persona, jefe —dijo finalmente, evitando la mirada penetrante de Rojas—. Y tiene un corazón enorme, los niños la adorarán.

El sargento lo estudió por otro momento largo, y luego, con otro gruñido, agarró su sello de aprobación y lo estampó en la propuesta con un golpe seco.

—Está bien. Aprobado. Pero esto sale del presupuesto de tu departamento, Greyson. Y si algo sale mal, si un niño se atraganta con algo o se pelea por una bolsa de glaseado, la responsabilidad es tuya. Y de tu pastelera.

—Entendido, jefe. No se arrepentirá —dijo, recogiendo la carpeta aprobada con una sensación de triunfo que le hinchó el pecho—. Lo prometo.

—Ya lo estoy haciendo —murmuró Rojas, pero ya había vuelto a sus papeles, despidiéndolo efectivamente—. Y Greyson —añadió justo cuando llegaba a la puerta.

Dante se volvió.

—¿Sí, jefe?

—El brillo —dijo Rojas sin levantar la vista—. Trata de disimularlo un poco, me das vergüenza ajena.




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