Golpe de suerte

once

Dante

Dante se presentó en Casstart a la hora acordada, y el espectáculo que encontró lo dejó sin aliento. Ya no parecía solo una pastelería, sino el cuartel general de una operación militar. Cassandra estaba en todos lados a la vez, moviéndose con una energía nerviosa y eficiente que era fascinante de observar.

—¡Dante! ¡Hola! Los glaseados verdes y azules van en esas cajas, los rosas y amarillos en esta, ¡cuidado que el rojo mancha mucho! ¡Las donas ya están empaquetadas por docenas en la nevera portátil! ¡Las chispitas están por categoría de color y tamaño, no los mezcles, por favor! —dijo todo en una sola exhalación, pasando por su lado con una pila de delantales desechables que le llegaba a la barbilla.

Él solo pudo asentir, una sonrisa de pura diversión en su rostro.

—Sí, capitana. A sus órdenes.

Cargaron el coche patrulla, que Rojas le había prestado para la ocasión con un gruñido de advertencia, hasta los topes. El interior ahora olía a vainilla y azúcar. Durante el corto trayecto a la escuela, ella no dejó de repasar su plan de clase, masticando palabras y gesticulando.

—¿Crees que es demasiado? ¿Debería haber elegido algo más simple? ¿Y si no les gusta? ¿Y si…?

—Cass —la interrumpió Dante suavemente, poniendo una mano sobre su brazo por un segundo—. Respira. Van a adorarte. Y les encantaran las donas, son solo niños, no demonios.

Ella lo miró, sus ojos marrones llenos de una vulnerabilidad que le dio un vuelco al corazón.

—¿Realmente lo crees?

—Lo sé.

La clase, como Dante había predicho, fue un éxito rotundo... y un caos absoluto. Los quince niños del programa Futuros Brillantes eran un torbellino de energía y curiosidad. Al principio, se mostraron tímidos, intimidados por el uniforme de Dante y la presencia de Cassandra. Pero eso duró exactamente hasta el momento en que ella les mostró las donas y los tazones repletos de chispitas y de glaseados que parecían una especie de arcoíris comestible.

Cassandra, para asombro y admiración de Dante, se transformó. La mujer nerviosa desapareció, y en su lugar emergió una profesora nata, paciente, divertida y llena de coraje.

—¡Así se hace, Javier! ¡Ese glaseado azul es perfecto! ¡Mira, Sofía, si aprietas suavecito así, sale una estrella! ¡Qué bien! ¡No, Carlos, las chispitas no van en el pelo de tu compañero! ¡Van en la dona!

Él se encargó de ser su mano derecha, repartiendo materiales, abriendo bolsitas rebeldes y mediando en una disputa territorial sobre unos chips de chocolate. Se sorprendió riendo genuinamente, manchándose el uniforme con glaseado rosa sin importarle lo más mínimo. Verla en su elemento, radiante, feliz y completamente en control, era un espectáculo mejor que cualquier cosa que hubiera visto en Pinecrest antes.

Y entonces, llegó el desastre inevitable.

Fue Miguel, un niño pequeño con gafas y una determinación feroz, quien decidió que su dona necesitaba todo el glaseado posible. Al apretar la bolsa con demasiada fuerza, el nudo que Cassandra había hecho con tanto cuidado en cada una cedió. Un chorro gigante de glaseado azul salió disparado como un misil, golpeando primero la dona, luego la mesa, el delantal de Miguel, y finalmente, en un arco perfecto, impactando directamente en la camisa de Dante.

El mundo se detuvo por una fracción de segundo. Dante miró la mancha azul brillante que se extendía sobre su pecho. Miguel miró su bolsa vacía con horror. Y luego, el silencio se rompió con la risa de otro niño. Fue una risa contagiosa, nerviosa al principio, y luego abierta y alegre. En segundos, toda la clase, incluido Dante, se estaba riendo a carcajadas.

Cassandra se acercó corriendo con un rollo de papel de cocina.

—¡Oh, no! ¡Dante, lo siento mucho! ¡Miguel, no pasa nada, mira, haremos nuevamente el nudo antes que se siga escapando el glaseado! —dijo, intentando contener su propia risa mientras limpiaba frenéticamente su pecho con toallitas de papel y logrando embarrar el glaseado aún más.

Fue en ese momento, rodeados por las risas de los niños, el olor dulce de la habitación y el absurdo total de la situación, que Dante la miró.

Su rostro estaba sonrojado por la risa, unos mechones de su pelo rojo se le habían escapado del moño y le enmarcaban la cara. Tenía una pequeña mota de glaseado verde en la punta de la nariz. Sus ojos brillaban con lágrimas de diversión y una felicidad tan pura que era casi palpable. Era, simplemente, radiante.

Y Dante lo supo. Lo supo con una certeza que le quitó el aire. Estaba completamente, irrevocablemente, perdidamente enamorado de ella.

La risa se desvaneció entre ellos, aunque el eco de los niños seguía en el fondo. El mundo se redujo a los dos, de pie en medio del caos. La mano de ella, que aún sostenía el papel de cocina contra su pecho, se detuvo. Sus sonrisas se suavizaron en algo más tierno, más íntimo.

Él miró sus labios. Ella miró los suyos.

El ruido de la clase pareció apagarse, convertirse en un zumbido lejano. Dante apenas fue consciente de inclinarse hacia ella, impulsado por una fuerza que era más fuerte que su sentido común, más fuerte que su profesionalismo, más fuerte que cualquier cosa.

Cassandra no se apartó. Al contrario, pareció inclinarse también hacia él, sus pestañas bajándose sobre sus mejillas. Su aliento se sentía cálido y olía a vainilla.




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