Golpe de suerte

doce

Cassandra

El viaje de regreso a la pastelería fue interminable. El motor del coche patrulla zumbaba bajo ellos, constante y monótono, mientras el silencio entre ambos se volvía casi tangible, como una capa pesada que comprimía su pecho. Por primera vez desde la clase, la risa de los niños no estaba ahí para aliviar la tensión; solo quedaba el recuerdo de las manos pegajosas de glaseado y los ojos brillantes de los pequeños, y el silencio que ocupaba el auto.

Ella se acurrucó contra la ventanilla, observando las calles grises de Pinecrest como si esperara que el escenario urbano pudiera ofrecer alguna distracción que calmara su mente. Pero su cabeza no dejaba de dar vueltas: reproches, dudas, recuerdos del Sargento Rojas y, sobre todo, de Dante.

¿Qué estaba pensando? ¿Qué creía que estaba pasando antes de que Rojas entrara? Se sentía expuesta, ridícula, avergonzada hasta los huesos. La imagen de Dante inclinándose hacia ella, su rostro tan cerca del suyo, el calor de su aliento, le erizaba la piel incluso ahora, en el silencio del coche.

¿Iba a besarla? ¿O solo fue un instante de confusión que malinterpreto? Su mente giraba, intentando racionalizar algo que no quería racionalizar. La esperanza y la vergüenza se enredaban, crueles y esperanzadas al mismo tiempo.

Miró de reojo a Dante. Su perfil era serio, manos firmes sobre el volante, su postura tensa. No había señales de la sonrisa divertida de antes, ni de la ligereza con la que había estado bromeando con los niños. Parecía un oficial concentrado, demasiado profesional, y la ansiedad de Cassandra se disparó.

Está enfadado. Tiene que estarlo.

Cada calle que pasaban era un recordatorio de su torpeza. Todo lo que había construido durante la clase parecía desvanecerse: la admiración de los niños, la aprobación previa de Rojas, su propia confianza momentánea. Todo arruinado por un instante que la había hecho sentir más viva y vulnerable que nunca.

Cuando el coche se detuvo frente a Casstart, la fachada iluminada de la pastelería parecía burlarse de ella. Su pulso se aceleró, y el nudo en el estómago la hacía sentir que iba a desmoronarse.

—Gracias por alcanzarme —murmuró, apenas audible. La vergüenza le subía por la garganta, dándole un tono ronco que no reconocía como propio.

Abrió la puerta y bajó, enfocándose en el maletero. Sus manos temblaban mientras sacaba las cajas vacías y los utensilios. Quería desaparecer, esconderse, llorar hasta no poder más, borrar la imagen de Dante a centímetros de ella, de su respiración entrecortada y sus ojos brillantes justo antes de que Rojas interrumpiera.

El crujido de la puerta del conductor la sobresaltó. Dante se bajaba del coche, y el simple sonido de sus pasos hizo que se tensara. Su mente gritó que no lo observara, pero era demasiado tarde: estaba ahí, detrás de ella, acercándose con una calma que la desarmaba.

—No hace falta que me ayudes, puedo sola —dijo, apresurando el ritmo mientras sostenía las cajas como escudo—. Gracias otra vez… lo siento… por todo.

Se giró hacia la puerta de la pastelería, pero antes de abrirla, escuchó su nombre.

—Cass.

Su corazón se detuvo. Él sonaba firme y urgente, y no podía fingir que no le temblaban las piernas al oírlo.

—Por favor voltea, Cass —rogó Dante.

Sacudió la cabeza, apretando las cajas contra su pecho. Las lágrimas que había retenido todo el día ahora querían salir.

—No hace falta, Dante. De verdad. Entiendo si estás molesto. Yo… —su voz se quebró—. Solo… vete. Todo está bien.

Sintió sus manos sobre sus brazos, suaves pero firmes, girándola hacia él. Y esta vez, no hubo duda, no hubo miedo: solo él y la certeza que había estado evitando.

El beso que siguió no fue tímido ni dubitativo. Fue profundo, intenso, cargado de todo lo que habían contenido entre ellos: tensión, confusión, deseo y alivio. Su mundo se redujo al calor de sus cuerpos, al sabor dulce del glaseado que habían comido durante la tarde y al latido frenético de sus corazones, que parecían resonar al mismo ritmo.

Las cajas cayeron al suelo con un estruendo, tapas y cucharitas volando, pero no podía importarle menos. Todo lo que existía era Dante, la sensación de sus labios contra los suyos, la suavidad de sus manos en su cintura y su cabello.

Cuando finalmente se separaron, Cassandra se quedó congelada, con el corazón latiéndole a mil por hora. Podía sentir el calor de Dante, la cercanía de su aliento, la presión de su cuerpo; todo lo demás parecía haberse desvanecido. Sus ojos se encontraron y por un instante no hicieron falta palabras. Solo la electricidad que aún vibraba entre ellos, los latidos descompasados y el sabor azucarado que persistía en sus labios.

Cerró los ojos un segundo, tratando de retener cada sensación, de grabar aquel instante en su memoria. Su respiración temblaba, mezclando asombro, alegría y un atisbo de incredulidad. Cuando los abrió, todavía lo tenía frente a ella, inmóvil, con la mirada intensa, y solo entonces Dante rompió el silencio, con suavidad y una sonrisa apenas contenida:

—¿De verdad creíste que estaba enfadado? —susurró con la voz ronca, cargada de ternura.

Ella solo pudo asentir, sin poder articular palabra.




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