Cassandra
La puerta de la pastelería se cerró suavemente tras la silueta de Dante, que se perdió en la noche de Pinecrest con una sonrisa que aún parecía iluminarle el rostro. Cassandra se apoyó contra el mostrador, llevándose los dedos a los labios, que todavía conservaban el calor y la presión de los suyos. Un suspiro tembloroso y feliz escapó de su pecho, como si soltara el aire que había estado conteniendo todo el día.
Durante unos segundos permaneció inmóvil, flotando entre incredulidad y euforia. Después, casi riendo por lo bajo, recogió mecánicamente las cajas y utensilios esparcidos por el local. Todo parecía distinto: el parpadeo del cartel luminoso afuera, el murmullo del refrigerador, el aroma dulce que impregnaba el aire. La pastelería olía a azúcar, a café, a felicidad y a posibilidades infinitas.
Mientras guardaba los moldes, revivía cada segundo del beso, cada roce, cada palabra susurrada contra su piel.
“Quise hacer eso desde mucho antes…”
La frase y la ronca voz de Dante resonaban en su cabeza una y otra vez, más embriagadora que cualquier otra cosa.
Se sentía invencible. Había enfrentado sus miedos, había conquistado a los niños, ganado el respeto de Rojas y, milagrosamente, el corazón del adorable policía que, para su asombro, parecía tan atraído hacia ella como ella hacia él.
Subió a su apartamento con una ligereza casi infantil. Se dio una ducha caliente, se puso el pijama más suave que tenía y se acurrucó entre las sábanas, todavía envuelta en el perfume del jabón de vainilla. Cerró los ojos, dispuesta a soñar con ojos azules, manos firmes y besos que sabían a glaseado.
Fue entonces cuando oyó algo. Un sonido seco, metálico, que retumbaba desde el piso inferior. Como si alguien hubiera arrastrado un objeto pesado sobre el suelo de la trastienda o empujado una tapa de metal contra otra.
Abrió los ojos, conteniendo el aliento.
Es el gato, se dijo enseguida, buscando refugio en la lógica. El gato de la harina, el que siempre rondaba por los callejones. Nada más. No había motivo para tener miedo.
Permaneció inmóvil, los sentidos tensos, escuchando cada sonido. Solo el zumbido del motor del refrigerador y el lejano silbido del viento colándose por los marcos de la ventana. Todo estaba igual.
Suspiró y se giró en la cama, enterrando la cara en la almohada. Su imaginación, siempre tan viva, siempre tan dispuesta a dramatizar, estaba haciendo de las suyas otra vez.
Entonces, un nuevo ruido la atravesó como una descarga. Un golpe más nítido, más contundente, el sonido metálico y hueco de la tapa del contenedor cayendo contra el asfalto.
El corazón le dio un vuelco tan fuerte que casi le dolió.
No. No otra vez. No iba a pasar por lo mismo. La vergüenza de la vez anterior, la risa contenida en la voz del oficial que vino a revisar y no encontró nada, la sensación de ser una tonta paranoica, todavía la perseguía.
No iba a caer.
No iba a volver a ser la mujer que veía fantasmas y llamaba a la policía por cada sombra extraña que la asustaba.
Con determinación temblorosa, se incorporó en la cama y tomó el teléfono. Esta vez no para pedir ayuda, sino para comprobar las cámaras.
—Revisa las grabaciones, sé racional —se dijo en voz baja—. Como cualquier persona sensata haría, Cassandra.
Sus dedos temblaban mientras navegaba entre las distintas vistas. Seleccionó la cámara del callejón, la que apuntaba hacia la parte trasera de la pastelería, y retrocedió unos minutos.
La imagen en blanco y negro parpadeó. El callejón vacío por completo. Contenedores metálicos alineados, una pared húmeda de ladrillo, el cableado colgante. Nada. Absolutamente nada.
Avanzó un poco la grabación. Todo seguía igual, inmóvil, hasta que una sombra alargada cruzó el borde de la pantalla. Un gato naranja corriendo tras algo invisible.
Ahí estaba. El gato. Otra vez, no había razón para temer.
Suspiró con alivio. Su razonamiento había sido correcto. Había usado las cámaras, había sido responsable. No había molestado a nadie.
Iba a apagar el teléfono cuando algo la detuvo. Un nudo se apretó en su estómago, un presentimiento que no parecía soltarla. Rebobinó un par de segundos. Allí, en el borde superior del encuadre. Apenas perceptible: una figura alta, cubierta por la oscuridad. Cruzando rápidamente la entrada del callejón. Fuera de foco, borrosa, tan veloz que bien podía ser un fallo de la cámara, un reflejo o un simple efecto de la luz.
Pero había algo en la forma. En la manera en que se movía, como si no perteneciera del todo a ese mundo estático de sombras habituales del callejón.
Una sombra.
Como la que creía haber inventado.
La duda se instaló en su mente, lenta y firme, como una raíz que busca grietas para extenderse. ¿Era real? ¿O su cerebro, todavía condicionado por el miedo, estaba inventando figuras en la oscuridad, viendo peligro donde solo había viento y cables?
No.
Apagó el teléfono con un gesto brusco.
Es tu imaginación. Eres fuerte. No vas a arruinar lo que fue una noche perfecta con tus paranoias.
Se recostó, forcejeando por recuperar la calma. Pero el silencio de la noche ya no era tranquilo. Era espeso, expectante. Cada crujido del edificio la hacía saltar. Cada rumor lejano de la calle sonaba como pasos en su dirección.