Golpe de suerte

quince

Dante

Dejarla en la pastelería sola fue una de las cosas más difíciles que Dante tuvo que hacer. Cassandra le había sonreído, prometiendo que estaba bien, que abriría la tienda, que hornearía y que, si pasaba algo, lo llamaría sin dudar. Incluso había bromeado sobre esconder el palo de amasar en un lugar más accesible.

Pero él la había visto. Había visto la sombra residual del miedo en sus ojos, el ligero temblor en sus manos cuando le entregó su taza de té. Ella intentaba ser fuerte por él, y eso lo conmovía y lo aterraba a partes iguales. No podía sacudirse la imagen de ella, pálida y exhausta, agarrando ese rodillo de madera como si fuera su única ancla a la seguridad.

En la comisaría, la rutina burocrática le resultó insufrible. Cada informe que firmaba, cada llamada por radio, era un ruido que interfería con la preocupación constante que zumbaba en su mente. Arañazos en el marco, una sombra en la cámara. El ataque a su padre. Las piezas encajaban, pero no lograban formar una imagen tranquilizadora.

Durante su descanso, en lugar de ir a la cafetería, se encerró en una terminal de computadora en un rincón tranquilo de la sala de detectives. Ignoró los protocolos y accedió directamente a la base de datos de reportes del distrito. No buscó robos violentos o allanamientos. Buscó algo más específico, más sutil: "intentos de forzadura", "manipulación de cerraduras", "perturbación del orden" en un radio de diez manzanas alrededor de la calle Baker en los últimos tres meses.

Los resultados le hicieron fruncir el ceño. Al principio, parecían simples coincidencias. Pequeñas molestias, reportes que apenas se habían registrado, clasificados como vandalismo menor o falsas alarmas. Pero al analizarlos con detalle, un patrón emergió.

La tintorería de la calle 42, donde el dueño reportó que encontraron marcas en la cerradura trasera, pero nada robado. Lo atribuyeron a simples ladrones. La tienda de suministros de arte en la avenida Ciprés, donde la alarma sonó una noche, pero la policía no encontró intento de forzar la entrada, solo pensaron que fue un fallo en la cerradura electrónica. El pequeño restaurante familiar en la esquina de Baker. El dueño, un hombre mayor, juró que alguien había estado jugando con la cerradura de la puerta de atrás, pero como nada faltó, no quiso presentar una denuncia formal.

Todas eran empresas pequeñas, familiares, con dueños que probablemente manejaban efectivo. Todas habían reportado incidentes menores, no robos consumados. Y todas habían sido descartadas rápidamente, igual que el primer reporte de Cass. Como el que él detalló y presencio. Solo que a ella la habían robado de verdad la primera vez. ¿Por qué? ¿Fue un error del ladrón? ¿O fue una prueba?

Una fría certeza se le instaló en el estómago. No era la paranoia de Cassandra. No era el ocasional gato. Había alguien ahí fuera: alguien metódico, paciente, que estudiaba a sus objetivos, probaba sus defensas y elegía su momento. Un fantasma que dejaba apenas un rastro de marcas y sombras.

No podía decírselo a ella. No aún. No sin pruebas. La asustaría aún más, y después de la noche que había pasado, no podía hacerle eso. Tampoco podía llevar esto a Rojas sin algo más concreto que un puñado de reportes menores y una corazonada. Se burlaría de él, lo acusaría de dejar que sus sentimientos nublaran su juicio.

No. Tendría que hacerlo él mismo.

Su turno terminó a las ocho. Le dijo a Cassandra que iría a su apartamento a descansar, que cenaría algo y que la llamaría más tarde. Le envió un emoticono de un corazón y ella respondió con una foto de una bandeja de galletas recién horneadas. La normalidad de la imagen le dolió.

En lugar de ir y quedarse en casa, condujo hasta allí solo para cambiarse. Se puso ropa oscura, unos jeans negros y una sudadera con capucha, y tomó su coche personal, un sedán viejo y discreto que usaba en sus días libres. Minutos después, estaba estacionado en una calle paralela a la pastelería, con una vista perfecta del callejón trasero. Lo bastante cerca para intervenir si algo ocurría. Lo bastante lejos para que ella nunca lo notara.

La noche cayó sobre Pinecrest, envolviendo todo en sombras y susurros urbanos. Dante se acomodó en el asiento del conductor, con una taza de café negro y una paciencia infinita heredada de años de vigilancia. Observó cada movimiento, cada auto que pasaba, cada persona que caminaba por la calle. La mayoría eran vecinos volviendo a casa, parejas, o algún borracho tambaleándose.

Las horas pasaron. La luz en el apartamento de Cassandra se apagó. Dante imaginó que se acostaba, esperando que esta noche lograra dormir. Él permaneció alerta, cada sentido afinado. El café frío y amargo en su estómago como la única compañía.

Pasada la medianoche, cuando el ritmo de la ciudad se había ralentizado a un latido perezoso, pudo observarlo con claridad.

Una figura alta y delgada, encorvada, vestida por completo de negro. Llevaba una gorra baja que ocultaba su rostro y se movía con un sigilo que helaba la sangre. No caminaba como alguien que conociera el barrio, sino como quien lo estudia, lo mide, lo reclama. Se deslizaba junto a las paredes, evitando los parpadeos amarillentos de las farolas, fundiéndose con las sombras.

Y cuando llegó al callejón de la pastelería, no dudó. Se metió allí como si fuera su destino, tragado por la oscuridad.

Dante contuvo el aliento, cada músculo de su cuerpo tenso. Allí estaba su objetivo.




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