Cassandra
Los días que siguieron a la formulación del plan se desdibujaron con una rapidez inquietante. Afuera, la vida continuaba con su ritmo habitual: el aroma a canela seguía flotando en el aire, los clientes charlaban animadamente, y la pastelería se llenaba de risas y del tintineo de la campana de la puerta. Cassandra sonreía, atendía, amasaba; todo parecía igual.
Pero debajo de esa normalidad, la tensión crecía en ella como una corriente subterránea que no dejaba de vibrar. Cada vez que abría la caja registradora o escuchaba el golpe seco de la puerta del fondo, un pensamiento insistente se colaba en su mente: ya falta menos.
Dante cumplió su promesa con el sargento. No más rondas improvisadas ni vigilancias clandestinas. Se limitaba a su turno oficial, mantenía las apariencias ante Rojas y, sin fallar ni una sola tarde, aparecía en Casstart. Pero su presencia había cambiado, ya no era solo el novio que pasaba a verla. Era el estratega, el guardián que evaluaba cada rincón del local como si pudiera leer amenazas en el aire.
Pasaron una tarde entera revisando la trastienda, convertida en una especie de escena de Mi Pobre Angelito. Dante inspeccionó cada rincón con una concentración que a Cassandra le resultó tan tranquilizadora como perturbadora.
Ella observaba cómo medía distancias, cómo apuntaba ángulos con una linterna diminuta, y sentía un nudo en el estómago. La cámara que habían comprado en línea era tan pequeña que parecía un juguete y acabó escondida entre sacos de harina y moldes viejos, apuntando entre la puerta trasera y la caja fuerte.
Cuando se apartaron para revisar la imagen desde el celular, sintió un estremecimiento. Ver su propio lugar así, a través de un ojo ajeno, metálico y vigilante, le provocó una mezcla de culpa y vulnerabilidad.
El paso siguiente fue el más difícil de aceptar. Dante manipuló la cerradura de la puerta trasera, desarmando con precisión quirúrgica la seguridad que él mismo había reforzado semanas atrás. Cassandra lo miraba trabajar, incapaz de intervenir. Cada pequeño clic del metal le sonaba como una traición a la tranquilidad que tanto había costado construir.
—Confía en mí —le dijo él, al notar su mirada tensa. Su mano buscó la de ella, firme y cálida—. Es solo algo para atraparlo, será temporal.
Cassandra asintió, aunque el gesto le salió torpe. Confiar en él no era el problema. Confiaba tanto que le dolía, lo que le pesaba era confiar en que el plan no terminara rompiendo algo más que una cerradura.
Las noches se hicieron interminables. Dante dormía arriba con ella en el pequeño apartamento, más por precaución que por romanticismo. Y, sin embargo, el simple hecho de tenerlo cerca le daba cierta paz. Dormían abrazados, con la respiración de él marcando un ritmo constante que lograba acallar sus pensamientos. Pero cada crujido, cada golpe del viento en la ventana la devolvía al sobresalto.
Como una madrugada, cuando la lluvia golpeaba el vidrio con fuerza, y ella se había despertado sobresaltada.
—¿Dante? —susurró, su voz fina de terror en la oscuridad.
Él se movió enseguida, acunándola entre sus brazos.
—Estoy aquí, solo es la lluvia amor. Vuelve a dormir
—¿Y si no viene nunca? —preguntó en un susurro—. ¿Y si ya se dio cuenta de que lo descubriste y no vuelve? ¿Vamos a vivir así siempre? Solo esperando...
Dante tardó un segundo en responder.
—Vendrá —Su tono fue sereno, pero ella sintió la tensión en sus brazos—. Es metódico, ya probó dos veces. Una tercera es su patrón. Tiene que asegurarse de que el botín vale el riesgo. Él vendrá.
Cassandra cerró los ojos. No supo si esas palabras la consolaban o la asustaban aún más.
🚓
Durante el día intentaba mantener la normalidad, pero el miedo se filtraba en lo cotidiano. Saltaba con cada golpe de la campanilla o cuando algún cliente miraba demasiado hacia la trastienda. El sonido del horno, que antes le resultaba tranquilizador, ahora le parecía demasiado similar a la alerta de las cámaras de su celular.
Dante lo notó. Quizás por eso empezó a ayudarla más de lo necesario. La acompañaba detrás del mostrador, le sostenía la manga para que no se manchara de chocolate y aprendía, con una torpeza encantadora, a participar en su mundo en sus días libres.
Verlo amasar cubierto de harina, con el ceño fruncido y un mechón negro rebelde cayéndole sobre la frente le arrancaba carcajadas. Sus intentos de decorar cupcakes eran desastrosos, sus estrellas de glaseado parecían criaturas marinas malformadas, pero Dante se reía de sí mismo y eso, más que nada, la hacía respirar de nuevo.
Una tarde, él trató de hacer una rosa de buttercream. El resultado fue tan grotesco que no pudo contener la risa.
—¡Es horrible! —dijo Cassandra entre carcajadas, con lágrimas en los ojos—. ¡Parece un pulpo deforme!
—Es arte abstracto —replicó él con falsa seguridad.
Ella se tapó la boca para no seguir riendo, pero era inútil. Esa risa le brotó desde un lugar que ya creía perdido. En ese instante, mientras lo miraba sonreír con la manga cubierta de crema, comprendió que él no estaba ahí solo por deber. Lo hacía por ella, para proteger esa parte suya que aún sabía reír.