Golpe de suerte

dieciocho

Cassandra

La noche del plan, el aire dentro de Casstart era tan espeso que parecía que se podía cortar con un cuchillo. Cassandra sentía cada latido de su corazón retumbarle en los oídos, como un tambor fuera de control. Era un ruido constante, que le nublaba los pensamientos y le recordaba que seguía viva, despierta, expectante de lo que podría suceder.

Todo estaba preparado. La puerta trasera, debilitada con precisión por Dante, lucía exactamente igual que siempre, solo que vulnerable por dentro y lista para ceder. La cámara oculta entre los sacos de harina mostraba una imagen temblorosa en blanco y negro en la tablet que ella sostenía en sus rodillas. Desde su apartamento, en la oscuridad solo interrumpida por la tenue luz de la pantalla, podía ver cada ángulo de la trastienda.

Dante estaba abajo, escondido en un armario grande, aguardando su señal. Ella lo había visto antes de que bajara con la mandíbula tensa, los ojos encendidos con esa mezcla de concentración y calma que la enamoraba y la asustaba ante la idea de que fuera herido. Le había dicho que estaría bien, que solo necesitaba que ella siguiera el plan. Enviar la señal, nada más.

Era un plan sólido, racional. Creado por Dante.

Pero a medida que las horas se deslizaban, la lógica empezó a resquebrajarse. En su lugar, apareció el miedo antiguo, primitivo, el mismo que le oprimía el pecho desde aquella primera noche en que escuchó pasos en el callejón.

Cada crujido de la madera la hacía sobresaltarse. Cada faro de coche que cruzaba la ventana proyectaba sombras inquietas sobre las paredes, figuras que se movían como espectros. Cassandra apretó el rodillo de madera entre sus dedos, apoyándolo sobre el sofá como si fuera un arma o un amuleto. Le recordaba quién era: una mujer que sabía transformar ingredientes caóticos en algo hermoso. Quizás también podría hacer lo mismo con el miedo.

—No va a venir —Se repetía en silencio, casi como un mantra—. Se dio cuenta. No volverá.

Pero en el fondo, sabía que sí lo haría. Porque los monstruos rara vez cambian de hábitos.

Y entonces, en la pantalla, algo se movió.

Ella contuvo la respiración. Se inclinó hacia adelante, el corazón detenido en un segundo eterno. Al principio creyó que era una sombra, o el gato que solía husmear por el callejón. Pero no, era una figura. Alta, vestida con ropa oscura y encogida bajo una gorra.

Su andar era demasiado cuidadoso para ser casual. Demasiado familiar.

Estaba aquí.

El pánico fue instantáneo, un fuego líquido que le recorrió el cuerpo. Los dedos se le congelaron sobre la tablet. Todo lo que Dante le había dicho —las instrucciones, los pasos, la señal— se borraron de su mente, dejando solo el sonido tembloroso de su respiración.

En la pantalla, la figura se arrodilló frente a la puerta. No hubo forcejeo ni torpeza. Un clic, un leve chirrido, y la puerta cedió.

El ladrón estaba dentro.

Cassandra sabía lo que debía hacer, mandarle un mensaje a Dante. Esa era la señal. Pero sus manos no respondían.

El teléfono se le resbaló de los dedos y cayó al suelo con un golpe seco.

—Por favor, no, no ahora… —Susurró, agachándose a buscarlo a tientas. Cuando lo recuperó, la imagen en la pantalla había cambiado.

El intruso ya estaba dentro de la tienda. Se movía con la seguridad de quien conoce el terreno. Fue directo hacia la caja fuerte empotrada bajo el mostrador. Ella sintió una oleada de náusea. Sabía que era él, el mismo que le había robado antes. El que la había dejado temblando de impotencia.

Lo vio trabajar la cerradura de la caja fuerte con movimientos rápidos y precisos. En segundos, la pequeña puerta metálica se abrió con un chasquido.

Cassandra sintió que el corazón se le salía del pecho. ¡Dante! ¡Tenía que salir ya! Pero Dante no podría hacer nada sin la señal. Él confiaba en ella, y sin la señal podría no escuchar al intruso que ya se encontraba dentro.

Apretó el teléfono con tanta fuerza que las manos le dolieron. Escribió la X que habían acordado y la envió. Después, tomó su palo de amasar. Sus nudillos se pusieron blancos.

El silencio fue insoportable. ¿Por qué no salía? ¿Había recibido el mensaje? ¿Y si algo había salido mal?

En la tablet, el ladrón metía fajos de billetes en una bolsa de lona. El dinero de toda la semana. Su esfuerzo, su sustento, su paz.

Y entonces, cuando estaba a punto de irse, el hombre se detuvo. Levantó la cabeza y miró directo hacia la cámara. Ella sintió su estómago apretado en nudos. Lo vio enfocar el lente oculto, alzar una mano y empezar a alcanzarlo.

No, no, no...

Si destruía esa cámara, todo se perdería. No habría pruebas, no habría justicia. Solo volvería la oscuridad y el miedo.

Algo se quebró dentro de ella. No fue un grito, ni una idea, sino una chispa que encendió un incendio. Una rabia vieja, acumulada desde el primer robo, desde la impotencia, desde todas las veces que había temido quedarse sola en su propio lugar.

El miedo se disolvió.

Cassandra se puso de pie. El rodillo en su mano ya no era un utensilio: era una extensión de sí misma. Bajó las escaleras con una calma aterradora, cada paso amortiguado por la adrenalina.




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