Dante
El silencio era un lujo. No el silencio cargado y sospechoso de Pinecrest, ese en el que uno aprendía a distinguir entre el crujido de una rama y el de una ventana forzada, sino un silencio real, limpio, casi sagrado. Solo el viento entre los pinos, el eco lejano del agua en el lago, y un pájaro carpintero que golpeaba el tronco de un árbol con un ritmo que parecía marcar el pulso lento de la mañana.
La cabaña olía a madera, a lluvia y a comida casera.
Él estaba en la cocina, sumergido en una batalla épica contra un enemigo formidable: la masa para panqueques. Llevaba una camiseta holgada, jeans viejos y una expresión de concentración digna de un operativo encubierto. Batía con fuerza, como si del resultado dependiera la seguridad nacional.
—Tienes que mezclar con suavidad —dijo Cass detrás de él, la voz aún ronca de sueño y sonriendo con ese tono que desarmaba hasta a su parte más disciplinada.
Ella se acercó envuelta en un suéter enorme, el cabello rojo revuelto en un moño que parecía rendirse ante la gravedad. Había algo en esa imagen de naturalidad, en lo doméstico de todo, que lo conmovió más que cualquier otra cosa que hubiera vivido.
—No estás arrestando a la masa, cariño. La tienes que seducir, como a mí.
—La estoy interrogando —respondió él, sin mirarla, aunque podía sentir su sonrisa en su espalda—. Y ya está por cantar. Dice que necesita más leche.
Agregó un chorro torpe que salpicó toda la encimera.
Cassandra se rió. Ella tomó otro tazón y empezó a batir huevos con movimientos precisos, casi elegantes. La miró de reojo; cómo se movía, cómo cada pequeño gesto suyo parecía tener ritmo, alma.
Él, en cambio, era todo torpeza, harina y torbellinos de desorden.
—Yo me ocupo de los huevos para el omelette —dijo ella—. Tú sigue interrogando a tu sospechosa.
La harina terminó volando como si fuera nieve. Cassandra intentó esquivar una nube blanca y terminó estampando una mano enharinada en su delantal; él, en represalia, dejó caer media taza de azúcar al suelo. Fue un desastre total. Y, paradójicamente, la mañana más perfecta que recordaba tener.
Cuando por fin lograron apilar una torre de panqueques torcidos, con formas tan absurdas que uno hasta parecía la silueta de Australia, se sentaron frente a la ventana. El lago brillaba tranquilo, reflejando el azul del cielo. Comieron en silencio, con sus piernas rozándose bajo la mesa y la luz del sol calentándoles las manos.
—¿Sabes? —dijo, a medio bocado—. No hay cámaras aquí. Ni alarmas, ni jefes gruñones. Nada de protocolos.
Lo dijo con media sonrisa, pero también con una especie de alivio que le aflojaba los hombros. Cass asintió, mirando el horizonte.
—Lo sé. Es raro, anoche me desperté y escuché un ruido. Pensé que era alguien rondando... pero era solo un búho —Soltó una risa suave—. Volví a dormirme enseguida.
La naturalidad con la que lo dijo le hizo un nudo en el pecho. Por fin descansaba, por fin confiaba en que estaba segura.
🚓
Después del desayuno, se atrevieron a hacer galletas. Un error glorioso.
La harina cubrió la encimera, el suelo y el cabello de ambos. Dante, intentando amasar, dejó una huella de mano pegajosa en la puerta de la nevera; Ella trató de enseñarle a usar la manga de glaseado y terminó con la barba de un color azul brillante.
Se rieron tan fuerte que le termino doliendo el estómago.
Entre carcajadas, la miró. Ella tenía harina en las pestañas, una mancha de manteca en la nariz y una sonrisa que podía desarmarlo por completo.
—Tienes harina por todas partes —murmuró, pasándole los dedos por la mejilla.
—Usted tampoco está mucho mejor, oficial Greyson —replicó ella, limpiándole el glaseado con el pulgar.
El contacto fue leve, pero suficiente para encender algo. La risa se disolvió en el aire. La miró más de cerca, y en ese instante comprendió que toda la espera, la tensión, la locura del caso, habían valido la pena solo por poder mirarla así, totalmente en calma.
La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
—¿Sabes qué? —murmuró, su voz casi un suspiro—. Valió la pena. Todo, hasta el papeleo infinito que Rojas me dejo.
Ella sonrió ligeramente.
—¿Incluso romper tu protocolo policial?
—Especialmente eso.
Luego la besó. Un beso lento, con sabor a azúcar y a harina. Cass respondió con la misma suavidad, sus dedos enredándose en su cabello, desordenando aún más la cocina. Cuando se separaron, ambos estaban cubiertos de harina y riendo entre jadeos.
—Te amo, Cass —dijo él, sin pensar, porque ya no necesitaba pensarlo. Era una verdad absoluta, como el aire—. Te amo más que a tus éclairs. Y créeme, eso es decir mucho.
Cassandra se acercó con una carcajada medio temblorosa.
—Yo también te amo, Dante Greyson. Aunque tu técnica para amasar debería considerarse un delito federal.
—¡Hey! —protestó él, fingiendo enojo—. Yo arresto criminales, no galletas.