Golpe de suerte

Especial Halloween

Dante

El aire otoñal de Pinecrest olía a crisantemos, hojas mojadas y la promesa de azúcar. Dante respiró hondo mientras cerraba la puerta trasera de Casstart y miraba el cartel de cerrado colgando en la entrada. Por primera vez en semanas, tenía un día libre. Sin informes ni patrullas. Solo él, Cassandra, y una cantidad absurda de caramelos que probablemente provocarían una inspección sanitaria si alguien los viera todos juntos.

Dentro, el ambiente era aún más dulce de lo habitual. Los calderos rebosaban de dulces, las galletas tenían forma de fantasmas y calabazas, y un esqueleto de chocolate colgaba tras el mostrador con aire de complicidad. Era Halloween, y Cass había declarado que ese año iban a celebrarlo como se debía.

Dante no tenía claro qué significaba eso exactamente hasta que la vio salir del baño de empleados.

Su respiración se detuvo.

Cassandra, su preciosa novia, estaba vestida de Wanda Maximoff. El rojo del disfraz resaltaba su piel clara, y su cabello, suelto y brillante, parecía fuego bajo las luces del local. La capa que él mismo había ayudado a ajustar se movía con cada paso que daba, y la diadema escarlata brillaba justo encima de esa mirada divertida que siempre lo desarmaba.

—¿Qué tal luzco? —preguntó ella, girando sobre sí misma.

Parpadeó un segundo más de lo socialmente aceptable antes de encontrar la voz.

—Si tu plan era dejarme sin aliento… considéralo misión cumplida.

Ella se carcajeó, y ese sonido fue suficiente para derretir el último rastro de su seriedad.

Él, por su parte, estaba en su papel de Visión. O al menos eso se suponía, era el disfraz que Cassandra había armado con dedicación y una cantidad preocupante de cinta adhesiva. Un traje morado, relleno torpemente en el torso, la cara pintada de rojo metálico y una gema amarilla pegada en su frente que amenazaba con caerse cada vez que sonreía.

—¿Estás seguro de que no se te despega la gema? —preguntó Cass, acercándose para ajustársela con dedos suaves.

—Prometo protegerla con mi vida —respondió él con solemnidad, aunque la comisura de su boca traicionó la sonrisa—. Aunque este traje pica más que mi uniforme al final del día.

—Calla y acepta tu destino, androide —le dijo, dándole un beso rápido. El rastro de su labial rojo quedó estampado sobre la pintura de Dante.

Era ridículo, pero perfecto.

Salieron tomados de la mano, cargando un caldero de caramelos, pasteles y cupcakes temáticos. Cassandra tenía una energía radiante; Dante solo pensaba que, si eso era lo que significaba tener una vida en conjunto con ella, podría acostumbrarse fácilmente.

La primera parada de su misión fue la comisaría. Según Cass era una oportunidad ideal para endulzar un poco la vida de sus compañeros. Mientras que él lo consideraba una idea suicida con disfraz incluido. Pero no tuvo corazón para negarse. No cuando ella lo miró con esos ojos brillantes y le dijo: vamos a hacer sonreír a tus colegas, no existía instinto de supervivencia que valiera.

Al cruzar la puerta, la sala entera enmudeció. Radios, teléfonos, tecleos: todo se detuvo. Y luego, el estallido. Risas, silbidos, aplausos.

—¡Greyson! —gritó uno desde su escritorio—. ¡Al fin perdiste la cabeza!

Otro levantó un fajo de papeles y lo agitó hacia Dante:
—¡Eh, Visión, tengo un informe que necesita tu poder mental!

Y desde el fondo, alguien añadió entre risas:
—¡Wanda, por el amor de Dios, invócame una dona que estoy en crisis!

Cassandra se inclinó en un saludo teatral. Dante levantó un brazo robóticamente, haciendo su mejor imitación de un androide. No recordaba la última vez que había reído tanto dentro de esas paredes. Y entonces, como si el universo se encargara de equilibrar la diversión, apareció él.

El Sargento Rojas, con una taza de café en mano y su cara de lunes perpetuo. La sala entera pareció paralizarse.

—Greyson —dijo, con voz tan plana que podría haber borrado el color de las paredes—. ¿Hay una emergencia pastelera o simplemente decidiste patrullar vestido como un tomate mutante?

—Buenas noches, sargento —dijo Dante, tragándose una carcajada—. Solo estamos fomentando relaciones con la ciudadanía.

—La ciudadanía, ¿eh? —repitió Rojas, mirando a Cass de arriba abajo—. ¿Y la ciudadanía también se disfraza de… qué es eso? ¿Un pimiento morado enamorado de una fresa?

—¡Somos Wanda y Visión! ¡Dulce o travesura! —Cassandra mostró una sonrisa traviesa
Rojas la observó durante un largo, largo momento, antes de tomar un sorbo de su café y resoplar.

—Este es un recinto policial, no una pastelería con delirio de superhéroes. Aquí no repartimos caramelos, señorita Bellini.

—Podemos cambiar eso —replicó Cass con una sonrisa peligrosa, alzando su caldero—. Tenemos brownies, cupcakes, galletas…

—Lo que tengo —interrumpió Rojas—, es paciencia limitada. Y lo que veo son dos adultos pintados como un catálogo de crayones interrumpiendo nuestro trabajo.

Dante intentó mantener la compostura, pero la tensión entre su deber de oficial y las ganas de reírse en la cara del sargento era insoportable. Cass, por supuesto, no tenía ese problema.




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