Goodbye Road

4

15 de septiembre

 

Samuel le insistió durante dos semanas a Emilia para que no trabajara ese día. Aunque ella aparentaba estar bien, él sabía que últimamente una sombra de tristeza buscaba asomar en sus ojos. Pero su hija no era como él. Se guardaba su dolor para ella y compartía todas sus alegrías. Sabía que él era el culpable, que él había mostrado mucho de todos sus sentimientos y por eso ella se cohibía en tantos aspectos.

Tocó a la puerta dos veces y esperó hasta que escuchó su voz decir que podía entrar. Emilia estaba en la cama, con su laptop en las piernas y unos cuadernos a un lado.

   —¿Tarea atrasada? —Preguntó extrañado, sentándose a los pies de la cama.

   —Por supuesto que no, papi, estoy trabajando en una presentación que tengo para dentro de dos semanas.

Samuel le sonrió.

   —Ya decía yo.

Ambos se vieron por unos instantes.

   —No voy a trabajar hoy, no te apures. Ya quedé con las chicas para salir.

   —Bien, ahora baja que papá hizo tus favoritas.

   —¡Sí, empanadas de atún!

Emilia dejó sus cosas en la cama y bajó junto a Samuel a la primera planta. La mesa ya estaba servida y el abuelo Rodrigo los esperaba. En un plato largo estaban acomodadas las empanadas, especialidad del abuelo Rodrigo. Había un tazón con ensalada y cada uno tenía un plato hondo con crema de brócoli. Para beber, limonada.

Siempre que Emilia se sentaba a un lado de su padre, y miraba de frente a su abuelo, sonreía, y se sentía feliz y muy agradecida por todas las cosas buenas que tenía. Una familia que la amaba, un techo que la cobijaba y comida que llenara su estómago. Era afortunada y lo sabía. Por eso se reprochaba a sí misma. Porque estaba siendo un poco hipócrita, con ella misma y con todos los demás.

   —¿Cómo te fue ayer en la universidad, querida? —El abuelo Rodrigo preguntó nada más verla.

Samuel y Emilia tomaron asiento. Ella no sonrió como siempre lo hacía, aunque no por eso su gesto era el de una persona triste o enojada; como siempre permanecía con un gesto tranquilo en el rostro.

   —Bien. No hubo clases con Serrano así que ayer no sufrí ningún inconveniente.

   —Deberías de dejar de pelearte con los profesores —Samuel le dirigió una mirada que intentaba ser un regaño, pero pareció más un consejo.

El abuelo Rodrigo hizo un ademán con la mano y puso los ojos en blanco, imitando a Wendy cuando se quejaba de algo.

   —Ay, abuelito, sí que nos tienes bien estudiadas.

   —Me divierto observándolas.

Durante el resto de la comida la plática fluyó más entre su padre y su abuelo que intentaron hacerla hablar, Emilia lamentó mucho no poder hacer algo con su humor.

   Quince después de las cinco subió al auto de Wendy. Las dos llevaban faldas típicas mexicanas, largas y con vuelo —la suya verde y la de Wendy blanca—, y las blusas de hombros descubiertos con listones bordados en las bastillas. Primero irían a la kermés que organizaba la universidad, cada grupo de nuevo ingreso había tenido que poner un puesto para vender comida o hacer juegos. Luego de ahí irían al Grito en la plaza principal de la ciudad, frente a la Presidencia Municipal.

Emilia, a sus dieciocho años, nunca había ido a ese tipo de eventos. Ese día de cada año el bar siempre estaba a reventar durante toda la noche, lo que significaba trabajo y más trabajo. De pequeña siempre le había pedido a su padre que la llevara, aunque fuese solo una vez a ver los fuegos artificiales que se lanzaban después del Grito. Le perdió el interés con el tiempo y las negativas. Al comenzar a asistir a la secundaria, su padre por fin la dejó ayudar en el bar así que esos días se la pasaba en la cocina, preparando las botanas y ayudando a lavar trastes. Luego, en preparatoria, comenzó a ayudar como mesera, bartender y cajera.

   —¿Estás emocionada? Es tu primer Grito —Wendy lanzó una carcajada—. Eso puede tomarse como doble sentido —arqueó las cejas con sonrisa pícara.

   —Solo tú lo tomarías como doble sentido, Wen. Mira, ahí están Aileen y Jaime.

Aparcaron en el estacionamiento de la universidad. Jaime tenía abrazada a Aileen por los hombros y caminaban hacia la entrada. Se veían tan felices. Cuando se les miraba juntos uno podía pensar «así es como debe verse el amor». Se complementaban de una manera difícil de entender para el resto.




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