29 de noviembre
La fiebre continuó por ese día. Al parecer el que se saltara los medicamentos el día anterior había hecho que volviese a subir. Con el aumento de su temperatura corporal también vinieron la mucosidad, el cuerpo cortado y el dolor de garganta. Por lo menos no tenía tos. Por supuesto, fue otro día que su padre y su abuelo la hicieron permanecer en casa.
Muy temprano llamó a David para disculparse por no poder ir con él a Patitas. David se puso todo histérico e insistió una y otra vez en llevarle el remedio que su abuelita le daba para casos de influenza; no pudo convencerlo de que estaba bien, que solo era resfriado común y que no había por qué hacer un drama de eso. Al final David quedó de ir después de la reunión, al pasar el mediodía.
Emilia se quedó recostada casi hasta las diez. Como sabía que en algún momento debía de levantarse, tomó valor y de inmediato se fue a duchar. Ella no podía ser como otras personas que podían tomar un día libre de baño o tomarlo por la tarde o en la noche. Se levantaba y bañaba, si no, luego se sentía sucia todo el día.
Nuevamente decidió andar en pijama, pero esta vez una de tela ligera. En lugar de sus calcetines felpudos, usó unos cortitos y delgados. Se trenzó el cabello y bajó a la sala, su padre y su abuelo seguían en casa.
—Hola, enana, ¿preparo más caldo de pollo? —su abuelo le dio un beso en la mejilla.
Fue con su padre para saludarlo también.
—No. —Negó de inmediato, alzando un poco la voz, de inmediato moderó su tono—. Gracias, abuelito, pero hoy no.
—No más caldo por un mes —dijo Samuel riéndose de su padre—. Te dije que habías hecho demasiado.
—Tonterías, ella necesitaba ese caldo. ¿Qué quieres entonces, cariño?
Emilia no se lo pensó ni dos segundos.
—Sopita de fideos, pero de la que es delgadita, delgadita.
El abuelo Rodrigo asintió de inmediato con una sonrisa y se levantó para prepararle el desayuno.
—Me dijo papá que Tobías estuvo por aquí —mencionó su padre de la nada.
Emilia recordó cómo había terminado llorando en el sofá, cubriéndose la cara con un cojín para que él no la viera; por suerte se calmó rápido y no sufrió alguna escena vergonzosa. Si Tobías la hubiese visto, seguro que se sentiría fatal.
—Sí. Tuvimos una maratón de Harry Potter, aunque él se tuvo que ir después de que terminara La orden del fénix.
Sintió la intensa mirada de su padre, incluso la de su abuelo a pesar de que él estaba de frente a la estufa, cocinando avena para ella.
Bueno, entonces sí era cierto que el mundo entero conocía sus sentimientos.
—Dile que, a la próxima, pase a saludar.
—Papi, estabas en el bar.
—Que está a veinte metros de aquí.
Emilia le sonrió rodando los ojos.
El timbre sonó.
Salió de la cocina, pero alcanzó a escuchar el susurro de su padre diciendo que lucía más feliz. Ante el comentario, alzó las cejas frunciendo el ceño sin la intención de hacerlo.
Era verdad, que estaba… mejor. Aunque no todo era perfecta felicidad, así como estaba más alegre también estaba un poco más triste.
Había ocasiones, como ese día, en que se preguntaba si de tantas tristezas acumuladas un día su muro se desbordaría y ella terminaría tan azul que se ahogaría con su propio color. Si fuese así, seguro que no sería como ese precioso lapislázuli de sus uñas; sí como el azul oscuro del cielo antes de volverse negro.
Abrió la puerta, Wendy y Aileen estaban detrás del portón.
—¿Por qué tienes mejor cara de lo que pensé?
Wendy no esperó invitación y abrió la puerta de metal. Aileen entró tras ella, también interesada en lo que Wendy había dicho. Una vez más confirmaba que debía aprender a dominar más sus emociones. No por desconfianza, era más bien para sentir que no perdía el control de lo único que estaba verdaderamente en sus manos: ella misma.
—Ayer vino Tobías.