Gregor Anastasio Cou - Odisea de un viajero

Vengo de las Estrellas.

Vengo de allá, de las estrellas. Esas que investigas.

 

 

 

 

 

 

 

Al caer en el foso, golpee mi pierna con una rama pútrida. Estaba en medio de un camino con baches que se había generado en proceso de unas lluvias que se fueron desarrollando. Estaba un tanto harto de que las situaciones temporales me hicieran aparecer y desaparecer en cada sitio, cada tiempo, sin una llave de respuestas que sean amenas a mis preguntas ¿Y ahora que me deparará? Al parecer entre las cercanías de los caminos, un tanto arcaicos, y las casas que se gestan, parece que el Medioevo esta pronto en mí. Me dirigí hasta un cartel, no tenía indicio de nombre aquel poblado, que parecía en sus términos más una ciudad. Algunos monjes transitaban mencionando la palabra de Dios en latín, y el castigo eterno. Una mujer jalando un cordel de una soga de un pozo, intentando buscar agua potable, y dos mercaderes hablando de negocios conforme sus mercaderías de frutas y verduras. Ante la convulsión del ir y venir de las personas. Unos hombres diferentes de los monjes comenzaron acecharme, para suerte no tenía el casco puesto, como para no generar sospechas, aunque era de imposible situación apartarse de ello, pues las miradas a medida que me adentraba en la urbe se hacían más intensas, pues mi vestimenta no era acorde a la sociedad que en su mítica forma de actuar, se basa en las leyendas de un oscurantismo, y es muy probable que no sea un ser normal para ellos. Para algunos, pasó desapercibido, pues sus mentes se pierden en sus quehaceres, y actividades que no prestan atención en el mundo. Otros, en cambio se manifiestan con las habladurías de un forastero; extraño animal vestido de atuendos no acorde a la época. Y los dos hombres, me siguen pre juiciosos con miradas lascivas, y fomentando el miedo, pues donde avanzan las personas se alejan. Sabiendo que puede suceder lo peor, me detuve en uno de los pozos de agua. Una anciana estaba complicada para poder recoger sus baldes de agua. Le ofrecí ayuda, y la aceptó. Fuimos caminando por dos calles a la derecha, hasta dar con su morada. Una casa humilde. Me agradeció la caballerosidad. Para mi duda al voltear la vista los hombres continuaban sus pasos en la dirección que me dirija. Aceleré el paso, y al doblar en la esquina, choque

 

 

 

 

con un hombre de barbas con un rostro rígido bigote acoplado a la época, pelo corto atuendo de terciopelo. Tenía una suerte de cilindro que al caer al suelo parecía generar un ruido. Le pedí disculpas, y levante aquel, que se abrió en su boca. Quede asombrado por aquel elemento. Un telescopio dije, en voz calmada y silenciosa.

 

Era un bello telescopio de la época. Jamás había visto uno, y me parecía fantástico.

 

 

- Perdone, mi intromisión acelerada joven, y gracias por recoger mi instrumento

 

- Al contrario, me parece un artefacto muy interesante. – allí fue cuando cometí el error, pues el viaje del tiempo no debe revelar mi conocimiento. –

 

- Veo que sabe del tema. Las estrellas son su familiaridad. – se ríe. –

 

- Posiblemente le comenté. –

 

- Venga conmigo, no es saludable hablar en estos lares, en los cuales la supresión de las ideas es la magnífica arma de la inquisición de los mojes del papado.

 

- ¿Quiere que vaya con usted?

 

- Claro, no siempre suele cruzarse con alguien extraño que sabe lo que nadie. Me atrevo a decirle ¿Es alquimista de Praga, o del país de los flamencos?

 

- No soy alquimista. De hecho no sé a qué se refiere. –

 

- Pero conoce términos este aparato, que nadie debe conocer más que un indicado en la materia. Y veo en sí, en su traje elementos que ni el propio Da Vinci podría haber creado. ¿Lo conoce?

 

- Si. Leonardo. Leonardo Da Vinci.

 

- Perfecto, es suficiente, para mí. Vámonos de aquí. – Me comenta aquel hombre. –

 

- ¿A dónde tiene pensado? – le pregunté

 

- A mi morada. Allí en la cual ejerzo los estudios. Por cierto no me presenté, y le pido disculpas. Mi gracia es a saber Galileo de Galilei para servirle.

 

Al oír sus palabras no podía creerlo. Entonces caí en la cuenta de que aquel instrumento, era el telescopio famoso de Galileo.

 

- ¡Señor! ¡Señor! Disculpe, ¿su gracia? - Me pregunta Galileo.

 

– - Disculpe, mi nombre es Gregor. Gregor Anastasio Cou. -

 

 

 

 

- ¡MMM! Un nome, cognome bastante particular – Se toma la barbilla. – Propio de un viajero diría – ¡Ja! ¡Ja! ¡ja!- Vamos mi amigo, aquí es peligroso hablar. Las paredes hoyen, y hasta por miedo acusan, sin evidencia.

 

Fuimos camino a unas calles a la izquierda, de allí doblando cerca de un almacén. Era una morada particular, y precaria en cierto punto. Los dos hombres continuaban persiguiéndonos hasta que camino al hogar de Galilei una muchedumbre se interpuso, ya que el mercado estaba en plena ventas. Galileo me pidió que aceleremos el paso, y por ello, y la confusión del batifondo los extraviamos. Al ingresar por la puerta de madera desgastada y repleta de musgo, fuimos por un pasillo de unos metros de ladrillo. Allí otra puerta que daba a una escalera oscura. Galileo encendió una vela y abrió la puerta, de allí descendimos hasta su morada subterránea al alumbrar no podía creer lo que mis ojo observaban. Mapas, instrumentos de astronomía, pócimas con diferentes líquidos, reglas, y fragmentos de piedras de minerales. Era una sala típica de un alquimista, científico, y astrónomo. Atónito no pude dejar de contemplar los viejos mapas. Su cartografía era excelente, como su arte. La clásica forma que conocemos la historia es solo a través de los libros, y como enamorado de ello, no puedo dejar de asombrarme por los emplazamientos que se postulan ante la aventura que estoy desarrollando.




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