Mike estaba teniendo un día terrible.
Apenas había podido pegar un ojo la noche anterior, perseguido por las pesadillas incesantes y esa palpitante sensación en su cabeza de que se acercaba una visión. El cuerpo le pesaba por el cansancio acumulado, pero ya habían pasado varias horas y la dichosa profecía no llegaba.
Suspiró, irritado, y trató de sacudirse el sueño, al menos por un rato. Necesitaba terminar sus ejercicios y no podría hacerlo si seguía consumiéndolo esa ansiedad horrorosa de percibir algo importante pero no saber a ciencia cierta el qué.
Por suerte, la jornada escolar casi terminaba. Y era jueves, lo que significaba que tenía el día libre en la pizzería. Lo cual era un gran alivio, porque las visiones reticentes lo ponían de mal humor y no quería pelearse con nadie. Simplemente acompañaría a Kath a casa, pasarían el rato, ella quizás se pusiera a tocar algo mientras él leía la novela que había prestado de la biblioteca, y luego regresaría a su casa mientras no hubiera nadie y terminaría sus tareas ante de acostarse. Un buen día.
Trató de concentrarse en eso mientras batallaba con sus ejercicios. Generalmente se le daba bien la física, pero ahora no podía dejar de pensar en su estúpida visión y ya no recordaba las fórmulas. Se mordisqueó el pulgar, dubitativo. ¿Posición inicial por velocidad más tiempo? ¿O era al revés? Su hoja estaba casi completamente vacía y ya casi acababa la clase.
Una risita burlona demasiado alta para pasar desapercibida lo distrajo. Miró a su lado con estudiada indiferencia. Raissa Beaulac se inclinaba sobre su pupitre con sus ojos brillantes y maliciosos.
–¿Qué pasa, Aiken? ¿Física es demasiado para tu cerebrito?
Mike rodó los ojos. Raissa era la mejor amiga de Janneth Smith, la chica con la que se peleaba el primer puesto del promedio escolar de todo su año. Era como si tuvieran una especie de competencia sobre cuál de los dos era más nerd. Una competencia que podía llegar a ser bastante agresiva. Janneth y Raissa nunca le dejaban pasar algún error o instante de duda. Mike trataba de ignorarlas a ambas.
–Déjame en paz. –Masculló, volviendo la vista a sus ejercicios. No tenía paciencia para lidiar con ella ese día.
–Te veo malhumorado, Aiken –continuó Raissa con su voz chillona y petulante–. ¿No dormiste bien?
Mike no respondió, pero apretó el lápiz con más fuerza. Si seguía interrumpiéndolo, le quedaría más trabajo para después.
–Yo sé lo que tienes, sabes –dijo ella, bajando la voz para que nadie más escuchara–. La Niebla no da descanso, ¿eh?
Mike la miró por un breve instante, luego volvió a su cuaderno, negando con la cabeza con fastidio.
Pues sí, Raissa Beaulac era como él, así que sabía de primera mano lo que era exponerse a los sueños y a los mensajes ambiguos de la Niebla; pero mientras que a él su clarividencia le resultaba algo abrumador y tedioso, Raissa iba por ahí jactándose de lo especial que era. Solía echarle en cara lo lejos que podía llegar sin peligro entre los círculos del Mundo de los Sueños, aunque francamente a él no le interesaba en lo más mínimo superar su récord. No podía evitar formar parte de la Niebla, pero no iba a colarse en sus profundidades sólo para probar que podía. Tenía más sentido común que eso.
Aun así, había algo que le envidiaba a Raissa y eso era su aparente inmunidad a las grietas. Conocía a varios duales y todos, al igual que él, llevaban tres meses padeciendo las pesadillas, los ataques de los monstruos y el sinsentido del tejido onírico cada noche, a veces incluso estando despiertos. Sus habilidades se potenciaban o desaparecían casi por completo sin ninguna lógica. Y mientras, ella seguía allí, tan campante, penetrando los rincones más oscuros de la Niebla sin correr ningún riesgo, con la misma capacidad de siempre para desdoblarse y multiplicarse en sueños. Mike tenía muchas ganas de preguntarle cuál era su secreto, pero jamás se humillaría de esa forma. Prefería ser devorado por una manada de aulladores antes que pedirle ayuda.
Sintió su mente contrayéndose en un espasmo. La hoja de respuestas de repente se puso borrosa frente a él y le vinieron las náuseas. Soltó el lápiz y se llevó las manos a las sienes, masajeándolas. Maldita sea, sólo quedan veinte minutos, ¿en serio tiene que ser ahora?
La jaqueca y el mareo eran casi siempre señal segura de que se avecinaba una visión. Los síntomas empeoraban tanto más cerca estuviera, a veces llegando a provocarle fiebre o delirios, incluso. No quería pasar por eso allí en el colegio. No quería que Raissa Beaulac lo viera así. No quería mostrarse débil frente a todo el mundo. Pero aparentemente bastaba pensar en las grietas para invocarlas.
Cerró los ojos con fuerza y vio el largo pasillo de piedra blanca, sumido en sombras, misterioso e impredecible como todo en el Mundo de los Sueños, que se bifurcaba en múltiples caminos como ramas separándose del tronco principal, obligándolo a elegir su destino.
Inspiró bruscamente y abrió los ojos, tratando de mantener la visión a raya. Sentía el pulso taladrándole cada partícula de su cuerpo como una bomba a punto de explotar. Sus uñas se clavaron en la mesa del pupitre, tratando de encontrar algo sólido a lo que aferrarse. Escuchó la suave risita de Raissa Beaulac junto a él, que sabía perfectamente lo que le sucedía. Exhaló.
Un rostro oscilaba frente a él, tratando de cobrar alguna forma. Unos ojos color miel que lo miraban con preocupación. Kath. Se apretó los puños contra los párpados, tratando de calmarse, y respiró profundo. Así que así era. La Niebla llevaba burlándose de él desde la noche anterior y justo ahora que faltaba tan poco para irse, decidía que era el momento de entregarle su estúpida profecía. Bien.