El viaje se me hizo corto, lo cual es raro teniendo en cuenta que había estado sentada en aquel autobús durante casi 30 horas. Mi cuerpo se sentía cansado, pero mi mente seguía vagando por los sucesos del pasado 31 de octubre. Estuve todo el camino callada, aunque no tenía mucho que decir ni con quién hablar. Tampoco, siendo sincera, tenía muy claro si quería llegar rápido a la casa familiar.
El cúmulo de emociones me mantenía desorientada. Nada me parecía correcto. ¿Era normal sentirme tan desconectada de mí? No lo sabía, pero era mi deber encontrar la solución antes de ceder al desasosiego.
Evitaba mirar la ventanilla a mi lado izquierdo. Desde hacía varias horas, una jaqueca me martirizaba, aumentando esporádicamente la punzada de dolor. Mis manos se hallaban a los costados de mi rostro, masajeando las sienes en busca de aliviar la molestia. Lamentablemente, de nada sirvió, al menos hasta que el vehículo se detuvo y, en el letrero de bienvenida cerca de la carretera, pude leer:
Blagden. «De nuevo en casa».
Bajé mi equipaje —no me había molestado en llevar tantas cosas— y observé cómo el autobús arrancaba y se perdía de mi vista en una intersección, dejándome en medio de la nada. Di media vuelta y exhalé, preparándome para cruzar el bosque a pie.
El sol se estaba poniendo, y el aire estaba fresco y húmedo. Mis pasos y el batir de la brisa en las copas de los árboles eran lo único que se escuchaba en todo el trayecto. Había pasado tanto tiempo que esa calma me resultaba anormal. Era imposible pasar desapercibida la incomodidad en mi cuerpo por no recordar estos aspectos de mi lugar natal. ¿Había cambiado tanto en esos dos años?
Inhalo profundo y el olor de los pinos invade mis fosas nasales, el mismo que trae a colación numerosos recuerdos de mi infancia aquí, combinado con la fuerte presencia de la tierra mojada. Aún no conocía la fiabilidad de mi decisión y me preocupaba estar equivocada y arrastrar a mi familia en ello, sin embargo, había dado el primer paso y no estaba en discusión un posible retorno.
El trayecto fue algo tedioso, algunas ramas y hojas se enredaban en mis zapatos e intenté no tropezar y caer, vi cierto árbol torcido y fijé mi vista al frente vislumbrando algunas luces tenues a unos escasos metros. Me detuve en seco y las dudas empezaron a atacarme, tenía tanto miedo a errar que me sentía paralizada viendo la entrada a lo lejos y castigándome por el pasado.
“Un paso a la vez ―su voz hizo que mi cuerpo dejara de estar tenso―, no te precipites“
Retome mi andar y, con paso firme, crucé la entrada encontrándome con la calle que daba con la avenida principal. Un amago de tristeza me irrumpió al ver la pastelería que frecuentaba en mi adolescencia intacta, los mismos colores, mesitas y el mostrador pero sin producir alguna emoción en mi. ¿Tanto había cambiado y no lo había notado?
Sacudí levemente la cabeza expulsando el hilo de pensamientos negativos y enfoqué mi atención en buscar el medio de transporte que me llevaría directo a la mansión Blackwell, en donde, probablemente, estarían reunidos esperándome.
Por un momento cierto desespero se apoderó de mi interior. Mis padres se darían cuenta que hay algo malo. Ellos me conocen mejor que nadie, y mi apariencia desaliñada y desgarbada gritaba al viento lo mal que estaba. Desde el asalto de los disidentes, mi humor estaba latente. Un mínimo movimiento extraño y las alarmas se disparaban.
¿Qué contestaría a las insistentes preguntas de mamá? ¿Sería capaz de mentirle a papá? En cinco minutos me estaría bajando y caminando a la fachada de la imponente mansión. Solo contaba con esos escasos minutos para intentar conectar con la persona que era antes de todo. Se supone que todavía quedaba algo intrínseco de mi anterior yo. Por más que sea, la magia no me pudo haber arrebatado todo. Ese suceso no pudo ser el fin de mi faceta jovial, o eso espero.
El tiempo pasó más rápido de lo normal. En un abrir y cerrar de ojos, estaba parada al frente de la gran puerta principal de madera maciza. Creí que la habían cambiado, o algo así me había comentado papá hace algunos meses. El equipaje no era grande, ni mucho menos pesado. Me extrañaba lo poco que había empacado, considerando el tiempo que me iba a quedar. Lo único grande era el bolso de viaje en mi mano izquierda, donde estaba Salem dormido, ajeno a todo mi desequilibrio mental.
Al cruzar el umbral, pude respirar el aroma de pino y canela intenso. Recordé todos esos meses, al mudarme a la ciudad, que dependí del incienso para sentir que aún estaba en casa, enredada en el calor de mis edredones de lana. Una sonrisa involuntaria se curvó en mis labios. Por primera vez en muchos años, tuve presente la placidez y el calor característico del hogar.
Solté los bolsos y me disculpé con Salem al escuchar un pequeño quejido de su parte. Me dejé caer en una de las sillas del vestíbulo, intentando retener la plenitud de ese instante, las emociones, pero sobre todo, ese pequeño momento de paz interior.
Los ojos se me cerraron lentamente, aún con la media sonrisa de boca cerrada. Empecé a evocar lo acontecido hace 18 años atrás, que tal vez era el escenario más viejo que se mantenía firme en mi memoria.
Movía las figuras de madera que Jack, mi hermano, me regaló para navidad. Las amaba con todo mi corazón porque él mismo las había tallado, se pasaba varias horas de su descanso elaborando piezas para nuestros papás o para mi. No eran perfectas, mucho menos artísticas, pero el solo hecho de que las hiciera pensando en mí alegraba mi corazón.