Aprisionada en el cuerpo del dios del fuego, me veo obligada a presentarme ante los reyes, los aliados del reino del fuego, ahora convertidos en lobos hambrientos de poder. Segun lo que veo y escucho en este lugar se avecina una guerra, una traición tramada entre las sombras, amenaza con devastar el reino del dios inmortal, ahora indefenso en mi cuerpo de hada.
¿Cómo podría fingir ser un dios, yo, un hada sin magia, rodeada de traidores? Esto es mi culpa no debí haber cambiado de cuerpo con el dios inmortal. Ahora el desafío es eminente, un laberinto de fuego falso y mentiras que debo atravesar si es que quiero salvar este reino de la oscuridad.
¿Cómo podré mantener esta farsa? La pregunta me taladra la mente, una tortura silenciosa, mientras Basu, el guardián superior, me escolta hacia la sala principal del palacio. Cada paso es un recordatorio de mi traición, de la fragilidad de mi máscara. Adolf, furioso, humillado, ha sido engañado por mí, y sé que ahora será incapaz de fiarse de alguien más.
La soledad nos envuelve a ambos, una danza silenciosa de secretos y mentiras, donde la confianza ha sido quemada hasta las cenizas y todo por mi culpa por no pensar en las consecuencias de mis decisiones.
Atravieso las miradas frias de los reyes aliados y sus soldados, un pasillo de acero y sospecha, hasta alcanzar el gran trono de Adolf.
Mis manos tiemblan, delatando el pánico que me oprime el pecho. Si descubren la verdad, si ven a través de la farsa, no dudarán en quitarme mi vida y la de Adolf, por mostrar tal debilidad. Un paso en falso significaría mi muerte.
—¡Bienvenido, mi señor! —la multitud estalla en un unísono ensordecedor, inclinándose ante mí con una reverencia que me congela la sangre.
—Levántense, —ordeno, intentando imitar la voz grave de Adolf, pero el eco de mi propia inseguridad resuena en la sala.
—Para felicitarlo, mi señor, por su regreso a la tribu del fuego, le he traído un obsequio —dice el dios del trueno con voz grave, haciendo que trague saliva.
—¡Tráiganlo!, —ordena el rey del trueno a sus soldados, quienes rápidamente entran con un hombre vestido de blanco.
Llevo una mano a mis labios, ahogando un grito. Rápidamente, la bajo y trata de adoptar una expresión de superioridad. Reconozco al hombre: es uno de los mio, un ser del reino celestial.
—¿Quién es él? —Pregunto, intentando ocultar mi nerviosismo.
—Mi señor, durante los últimos treinta mil años, mientras usted estuvo ausente del reino, los habitantes del reino celestial han enviado espías para buscar debilidades y acabar con nuestro reino. Este hombre es uno de ellos, enviado por el rey Norcar. Deseamos que todos los presentes sean testigos de su justicia al castigar a este espía —explica el dios del trueno, mientras el otro rey aliado permanece en silencio, observando cada uno de mis movimientos.
Tomo la espada muy bien decorada, pero el peso de esta me vence así que cae al suelo con un estruendo metálico.
—¿Cómo te llamas? —Pregunto al hombre, cuyo rostro está cansado y muy golpeado y sus muñecas marcadas por las ataduras.
Él levanta la mirada y escupe a mis pies.
—¿Qué haces? ¡Estás loco! —gritan los soldados, propinándole más golpes.
—¡Deténganse! —ordeno, con la voz quebrada por la tristeza al verlo tan débil.
—¿Te arrepientes? —Pregunto, con un hilo de esperanza en la voz.
—¡Jamás! —Responde el hombre, arrodillado, escupiendo sangre—. Acabaremos con vuestro reino, para siempre —grita con valentía.
—Mi señor, acabad con él de una vez y dejad de escuchar sus faltas de respeto —insiste el otro rey.
—Hoy es un día de fiesta, no deberíamos derramar sangre, ¿no creen? —Sugiero, intentando ganar tiempo.
—Mi señor, según las tradiciones, siempre ejecutamos a los espías decapitándolos —recuerda el hermano de Adolf, con tono solemne.
Trago saliva, sintiendo cómo mis manos se humedecen con sudor frío.
—Ríndete —le susurro al hombre.
—Nunca —responde él, con la voz entrecortada.
—¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo! —la corte entera corea, sedienta de sangre.
—Mátenme de una vez. Como miembro del Reino Celestial, prefiero morir antes que traicionar a mi pueblo —dice el hombre, arrodillado en el suelo, con la mirada segura y desafiante.
—He decidido perdonarle la vida —anuncio, sorprendiendo a todos—. Aunque estamos en desacuerdo con el Reino Celestial, admiramos la lealtad de sus guerreros. Te daré la oportunidad de vivir. Si hubieras traicionado a tu reino, te habría decapitado sin dudarlo. Pero has demostrado tu valentía al preferir la muerte a la rendición, y eso merece ser recompensado.
—Llevadlo a las puertas del Reino Celestial —ordeno.
—Pero, mi señor… —protesta el dios del trueno.
—¡Silencio! Yo soy vuestro rey —interrumpo con voz firme—. Si ejecutara a un hombre indefenso, un simple espía sin poder, me convertiría en el hazmerreír de todo el planeta Kepler. Si deseo derramar sangre, lo haré en el campo de batalla, con honor. ¿Entendido?
—Sí, mi señor —responden todos, arrodillándose en señal de sumisión. Ambos reyes aliados cruzan la mirada entre ellos cargadas de desaprobación, evitando el contacto visual conmigo.
Respiro hondo, intentando calmarme, salgo de la fiesta de bienvenida. La visión de los regalos me revuelve el estómago: bailarinas meneando sus traseros, hombres blandiendo sus espadas, otros luchando en un entrenamiento salvaje. Para mí, un hada de luz, esto es un espectáculo grotesco.
—Qué reino tan abominable, pienso, con el cuerpo temblando de miedo. La violencia de este lugar me aterra. Ser el rey de semejante reino es una pesadilla.
—Mi señor, aún tiene asuntos pendientes que atender —Dice Basu, con la respiración agitada, ya que le tocó correr detrás de mí, salí sin avisarle solo quiero encontrar tranquilidad.
—No, estoy agotado —respondo, fingiendo cansancio—. Deseo retirarme a mis aposentos.
Editado: 03.08.2024