Un villano no nace, no se hace; un villano es el inocente a quien culpar, el débil que no tiene fuerzas para pelear.
Los héroes son puros, perfectos, sin manchas, sin sombras. Pero ¿el villano? El villano está sucio, lleno de oscuridad y maldad. Generalmente, un villano muestra las primeras señas de serlo en la infancia, y la gente susurra a su alrededor:
“¡Está maldito!”
“¿Qué vamos a hacer con él?”
“¡Es egoísta!”
“¡Él tiene la culpa!”
El villano fue solo un daño colateral, el pequeño inocente sin voz a quien culpar, aquel que trató de probar su inocencia, su pureza, su bondad. Pero los demás no le dejaron probar nada, y cuando lo hizo, lo ignoraron. Continuaron señalándolo y recordándole que él era el villano, el mal de todo. No tuvo otra opción más que escuchar, y como es normal, lo creyó. Dejó de probar que era bueno, dejó de probar su pureza, dejó de probar algo que nadie quiso nunca aceptar.
Tomó el papel que los cobardes no quisieron aceptar, el papel que le dieron: tomó el papel de villano y lo interpretó tan bien que los demás no hicieron otra cosa que preguntarse: ¿En qué momento le fallamos? ¿Por qué es así?
El villano solo rió, rió a carcajadas de los tontos cobardes que ahora le temían, que ahora lo repudiaban, porque ya no tenía nada que probar. Solo debía ser el villano aclamado, aquel que todos usaban para desquitarse y deshacerse de sus pecados. Finalmente, se apoderó de todo eso y dejó de ser la víctima. Fue el héroe de una historia mal contada, en la que él fue el único valiente en abrazar, sin temer, la oscuridad.