Anoche, en Coyoacán, perdí mi teléfono. Por eso no te escribí. Tampoco pude pedir un taxi… más bien no quise, porque todavía no me quería ir.
Sí, ya sé, era muy tarde. Pero no te preocupes; ya sabes cómo es Coyoacán. Allá ni el muerto se aburre. Fui a uno de esos bares que tú tanto desprecias, de esos en los que crees que las ratas caminan por la comida. Para mi buena suerte, era noche de stand-up. Esas en las que un montón de tarados tiene el valor de subirse al escenario y te hacen reír, no porque sus chistes sean buenos, sino porque no dicen más que pura pendejada. Me pedí un tarro de cerveza bien fría y una porquería de alitas. Tal vez tengas razón sobre las ratas: la mesa de madera donde estaba estaba pegajosa y el barril que tenían como asiento se tambaleaba un poco.
El show fue más bien incómodo… o tal vez yo lo sentía así porque no veía la hora de largarme. Pero sí, me fui. ¿Te acuerdas de ese mercado de comida donde venden el pozole más sabroso que hayamos comido? Sigue ahí. Me pedí un pozole chico y me acordé del abuelo. De cómo, de vez en cuando, le daba curiosidad probar la comida de otros. ¡Qué tremendo era el viejito! ¿Te acuerdas?
El pozole sabía como lo recordaba, y la crema de las tostadas era la misma de aquella vez que fuimos con mi tío Eugenio. Casi sentí que había vuelto a ese momento. Todo seguía igual: atestado de gente. Platiqué con quienes llegaban a comer; algunos eran locales y otros, amantes de este lugar como yo. Hubo un hombre en particular que llamó mi atención. Recuerdo que se llamaba Daniel. Era alto, delgado y llevaba el cabello largo en una coleta. Me contó que era artista… y fumador.
Salimos del mercado. Le dije que tenía insomnio y que Coyoacán era perfecto para pasar la noche. No te asustes: nunca le dije que no tenía mi teléfono. No sabía si era alguien a quien temer. Se enamoró de mi idea de divagar por la vieja zona. Hubieras visto cómo le brillaban los ojos cuando acepté que fuera mi guía turística. Sé que no soy una turista, pero siempre he sentido que no conozco Coyoacán a fondo. Hay cierto misticismo en sus calles de noche. Además, Daniel se me antojaba galán y arrogante, así como a mí me gustan, ya sabes.
Fuimos a la plaza de los Coyotes. Estuvimos fumando, sentados en la orilla de la fuente. La inspiración nos dio para recitar poesía. Ya sabes que me encanta llamar la atención, así que me subí a la fuente y empecé a recitar algo de Pablo Neruda. Recuerdo que Daniel estaba a punto de decir algo, pero se quedó embobado viendo las estrellas. Yo me sentía efímera.
Luego recorrimos las calles empedradas. Llegamos a un puente viejo, muy hermoso. Me contó muchas cosas sobre él, pero lo único que recuerdo es cómo los puentes y muchas otras construcciones eran hechas con permiso de criaturas llamadas aluxes. Guardianes de la naturaleza, pero no amigos del hombre. De lo contrario, cosas malas pasaban con las estructuras.
Seguimos caminando hasta llegar a la famosísima Casa Azul. Esa a la que nunca podemos entrar porque los boletos siempre están agotados por tanto pinche gringo. Daniel me contó que Frida Kahlo era una mujer simple, pero cautivadora. Cómo, a lo largo de su vida y hasta ahora, ha sido controversial por ser y creerse mujer. Decía que este mundo babeaba por la pasión que surgía de ella, ya que en los demás no fluía tal cosa. Me hizo pensar en cómo se deshumaniza todo aquello que Frida fue.
Nos quedamos tanto tiempo afuera de su casa platicando que llamamos la atención de los guardias. Casi nos corretean. Corrimos como idiotas. Por suerte, la casa de Daniel no quedaba lejos.
Su casa era bonita. Ya nadie nos seguía, pero nuestros corazones seguían acelerados. Estábamos en el portón, respirando casi el mismo aire. Yo no tenía el valor de mirarlo a los ojos, pero él buscaba mi mirada. Cuando finalmente lo hice, vi la misma expresión que había tenido toda la noche: en la fuente, en el puente… Todo ese tiempo fui una estúpida, pero eso tú ya lo sabes, mamá.
Después de eso, entendí que entrar a su casa era una decisión arriesgada, casi de vida o muerte. Pero él no me esperó. Eligió por mí. Me besó. Y yo lo dejé.
Sí, mamá. Me acosté con él. Fue una gran noche. Al despertar, lo encontré fumando a mi lado mientras dibujaba las sábanas de la cama donde ambos estábamos. Me miró embobado y me dijo que me vistiera.
Perdí mi celular, mamá. Por eso te escribo este mensaje desde el teléfono de Daniel mientras desayunamos en la Hacienda de Cortés. No te preocupes. No tardo en llegar a casa. Te amo.