Me quedé con la idea de que eras lo suficientemente mío como para compartirte.
Creí que tu corazón se quedaría en mis manos, donde siempre lo habías puesto,
y que al final, ellos no serían realmente importantes.
Te miraba, y ese brillo en tus ojos me decía todo.
Te compartí, y sentí ardor,
pero no el suficiente para reclamarte mío,
ni el necesario para espantar tu miedo de llamarme tuya.
Te compartí, y fue lo correcto,
porque tú y yo no tenemos profecías que cumplir,
ni besos que reclamar.
En mi incesante arrogancia, casi me olvido de ti
y de tu corazón latiendo en mis manos.
Me volví narcisista,
y en el proceso, te hice sangrar.
Pero poco me importó:
tú ya te habías autoproclamado de alguien más.
Te compartí, y me sentí libre
de cargar un peso que nunca fue mío.
Te compartí, y te destrozaron.
Y aquí estamos nuevamente:
siendo del otro, sin pertenecerle a nadie.
No huimos, pero tampoco nos enfrentamos.
Nos escondemos detrás de la cobardía y del miedo.
Y yo, arrogante otra vez, te hice menos
para ocultar que, si tú me lo pidieras,
me pondría de rodillas a tus pies.