Te veo como la lluvia que cae,
la que un día pude tener en mis manos,
pero resbaló,
y cayó.
Te veo como la lluvia:
distante, impredecible,
culpable de que la inundación me arrastrara
y maltrecha me dejara.
Y amo a la lluvia,
pero amo más la idea de ella.
Porque a ti,
te desprecio más de lo que te recuerdo,
y más de lo que podría amar.
Si tan solo no hubiera llovido…
tal vez aquel venado no habría huido,
ni habría abandonado a todos sus ciervos.
Si no hubiera llovido,
no habría lodo sobre el cual resbalar.
Si tan solo no hubiera llovido,
no sentiría la frialdad
de tus otros ciervos.
Si tan solo no hubiera llovido,
no llevaría toda mi vida preguntándome
qué hice mal,
y por qué me odian.
Si tan solo no hubiera llovido,
las rocas del río no me habrían golpeado
hasta el desmayo,
cuando la inundación arrastró todo.
Si tan solo no hubiera llovido…
aquel venado habría sido diferente:
el ciervo abandonado, repudiado, solitario.
Si tan solo no hubiera llovido,
no tendrías ciervos enfermos del corazón.
Es curioso pensar
que tú fuiste la primera persona
que me acercó —de forma genuina— a Dios.
Que tú lo viste en mí.
Que me diste un camino que seguir.
Qué gracioso sería pensar
que Dios nos puso en aquella situación
porque sabía que, en ti, lo encontraría.
No sé si tú lo encontraste en mí,
pero pienso que me acerqué a ti de esa manera
porque sabía que, años después,
me encontraría escribiendo esto.
Porque no odio a la lluvia,
y la lluvia no tiene la culpa
de las inundaciones,
ni de los ciervos abandonados,
ni de las rocas que noquean.
La lluvia es lluvia.
Pero tú… no eres lluvia.
Te llamo lluvia
porque tengo miedo
de decir todo esto
en voz alta.