Era una noche despejada, y el firmamento mostraba su desnudez carente de la censura causada por las luces que la civilización emanaba en las grandes ciudades. Incluso cuando se mostraba tímida y asomaba una pierna hecha de estrellas sobre las pequeñas ciudades y pueblos, no se podía comparar con aquella nitidez de todo el mapa estelar. Solamente las montañas más altas, los bosques más densos, los desiertos más fríos, las selvas más peligrosas, las islas más olvidadas, los mares más silenciosos, los valles más prohibidos, los glaciares más helados y las bestias que habitaban en ellos eran honrados con tan cósmico y diáfano cuadro espacial. Sin embargo, la misma civilización que censuraba a lo alto estaba intrigado e investigaba sobre él, por lo que, en cada uno de aquellos lugares sagrados se encontraba, como un misionero silencioso y pacífico, un invitado para observar y estudiar el cielo nocturno de Grondum. Si bien el Observatorio de Stellaplends, con sus muros blancos rocosos y pulidos, su gran domo color del bronce, párpado de su gran ojo, era el más antiguo, en él se encontraba el mejor telescopio creado en toda la República de Centrixule. Una genialidad Nanolliana, vestido de blanco y cuerpo forjado como un cohete; quince metros de longitud erguidos hacia el firmamento, preparados para agudizar la vista y maravillarse con imágenes que el ojo común creería pasan en ese mismo instante, mas, es la luz de eventos ya pasados. El telescopio del Observatorio de Stellaplends recibía modificaciones cada tres o cuatro años, y las últimas habían apenas terminando de ser instaladas. A la base del telescopio, sobre una silla capaz de girar en todo un círculo y, sin embargo, no poder moverse del mismo sitio, pues había echado raíz en el suelo de losa blanca mate, se encontraba sentado quien fusionaría su ojo con los cristales de los múltiples lentes con el fin de adentrarse en el espacio exterior. Silvirio Lino, un Nanolliano de 41 años, de largos y peinados cabellos castaños, cuerpo cuadrado y ancho; facciones duras como las montañas, de nariz espaciosa y labios gruesos escondidos bajo un denso bosque de vellos que formaban una barba. Terminaba de escribir los nuevos ajustes de las lentes para no olvidarlos, sus toscas manos se deslizaban grácilmente sobre el papel de un cuaderno, de hojas amarillentas, encuadernado con cuero y abundante en cuerpo; sus dedos asfixiaban al bolígrafo transparente con tinta que dejaba una huella negra y llena de sentido.
Como cada noche antes de observar, se lamentaba no poder ver más allá del planeta vecino Nurfhit, rocoso y frío, menor en tamaño y más lejano que el Xul; la estrella del Fuerte Grondum, nombre que recibía el sistema planetario. Nurfhit emanaba extrañas ondas electromagnéticas, las cuales impedían que se pudiese observar más allá de él, cegando a cualquier telescopio que intentara cruzar sus eclipsados pasillos. Los lentes hoy mirarían hacia el vecino que vivía más cercano del Xul, observaría a Ivrisis, el gigante de gas, sujeto del estudio de Silvirio desde hace dos años. Cerró el ojo izquierdo, se acercó lentamente, como si fuese a darle el primer beso a su gran amada, y su vista viajó a donde se encontraba, orbitando, aquel temible pariente. Fue recibido con un arcoíris amorfo, de menos y diferentes colores, lo saludaban desde arriba para abajo: anaranjados vistos en las puestas de Xul más hermosas, los azules más puros de lagos legendarios, el rojo más violento y los rosas más inocentes, todos alineados militarmente en bandas horizontales, tatuados en el inmenso cuerpo esférico gaseoso.
Tragaba saliva al tiempo de observar al cuerpo en el espacio, su estómago, se retorcía igual que la vez en que, por primera vez, había visto a su ahora esposa. Aunque parecían colores estáticos, Silvirio sabía el caos que reinaba allí: las colosales tormentas de vida milenaria, la fuerza gravitacional que provocaba que tuviese un numeroso ejército de lunas. Se conocía que Ivrisis poseía cuarenta y dos lunas, todas alrededor y orbitando al gigantesco emperador, como su guardia real; lunas del tamaño de Grondum, de superficies activas y por demás, misteriosas aún. Observó las tres tormentas que reinaban el planeta, como puntos que al juntarlos formaban un triángulo, hacia abajo y perfecto. Retiró sus habilidosos ojos del primer y más pequeño lente, y comenzó a escribir. Sus manos como las de un pintor genial, trazaba una caligrafía perfecta, describía a las tormentas: “Primera se conoce por ser la más rápida, 500 km/h, se estima que lleva activa 4 millones de años. Gemela 1 y 2, 300 km/h, 3 millones de años.” Se disponía ahora a escribir los componentes de los vientos de dichas tormentas, no obstante, el estómago se le convertía en un cachorro patético, que necesitaba alimento y se disponía a chillar, porque al sonido que emanó el estómago del astrónomo nanolliano, no se le podía llamar rugir.
Bajó de la silla y a paso calmado se dirigió a la escalera que conectaba con la planta baja, en la mano izquierda llevaba su libro y en la derecha, el bolígrafo reposaba como uno más de sus dedos. Una escalera de caracol, dorada como las mañanas en las granjas que se encontraban a unas cuantas decenas de kilómetros del observatorio, y dura como el carácter de los campesinos, cuyo trabajo alimentaba a Cueva de Libres, ciudad capital de la República de Centrixule. Su cuerpo no se resentía del esfuerzo de bajar, el astrónomo aún era joven y de músculos fuertes; no tardó demasiado en concluir el peregrinaje, estaba ansioso por terminar esta tarea de necesidad para volver a entrar al salón del enorme monarca espacial, observarlo y estudiarlo.
Lo recibió un muchacho de escasa cabellera, finamente cortada y de apariencia elegante, le contradecía el bello facial, hogar de una barba patética. De facciones fuertes y anchas, y una papada espinosa como bufanda. Su cuerpo dejaba de ser ancho para tener una forma planetaria, sus brazos anchos y fofos, se encontraban entrelazándose con sus manos. —Profesor, ya he preparado algunos aperitivos, será una noche larga— saludaba con una sonrisa de estima y admiración, se trataba de Ghidar Bul, pasante proveniente de la Universidad General de Centrixule. Tras ese cuerpo de altas fuerzas gravitacionales, se encontraba un clúster de neuronas brillantísimas, haciendo del chico un verdadero genio. —No tenías qué, Ghidar, pero gracias. Sí, lo será, y no te preocupes tendrás tu buena parte para observar—. La respuesta del Profesor Silvirio estaba también llena de admiración, sabía lo costoso que era tener que mudarse desde la capital hacia el puerto, y nada de esto lo pagaba alguna institución Imperial de educación; era pagado por los padres de Ghidar, orgullosos de él, y por el propio Ghidar, que había conseguido un empleo de medio tiempo en una biblioteca de la ciudad. Todo para conseguir que un papel, le dijera que oficialmente estaba apto para estudiar las estrellas, aunque su mente, fuer más veloz y disciplinada que muchos astrónomos renombrados y con cientos de papeles arrogantes. —Estoy muy emocionado por ver las tormentas, solo en un telescopio así se ven tan nítidas—. El Profesor le lanzó una sonrisa de calma y aprobación, entonces prosiguieron a alcanzar un pequeño comedor circular, de armadura de madera oscura y brillante. Encima de ésta, estaban los aperitivos de los que hablaba Ghidar que, más bien, terminaron por ser una cena: una sopa de vegetales con medianos trozos de carne, cocinados a la perfección, y rociados de un color ámbar atrayente. Un par de emparedados de un queso amarillo como flores primaverales, con una capa militar de yerbas deliciosas encima. Y papas, varias y pequeñas como cerezas, gratinadas de más de aquellas yerbas, humeantes y listas. Una jarra de agua fresca y cristalina, junto con otra de vino, rojo y oscuro. Ambos se sentaron a la mesa, y antes de dar el primer bocado, El Profesor Silvirio se dio cuenta de tan semejante festín disfrazado de tales palabras incorrectas. —Girdar, los Dioses me llamen, ¿y esto? ¿te gastaste todo lo que la Institución de Educación nos da para un mes? — alarmando con los brazos extendidos, intentando señalar todos los platillos frente a él servidos, Silvirio le cuestionaba con aires de preocupación y un asomo de decepción. Recibían 700 de Oro cada treinta días, lo suficiente para comer y seguir su investigación. A Silvirio le daban un salario de 200, el cual era enviado a su familia. Y a Ghidar, aunque realizaba una jornada completa, no le daban nada, por no ser aún “oficial”. Estos pensamientos se acumularon sobre la cabeza del profesor, y entraban a la fiesta la ira por lo ridículo que era este sistema de autenticación de los conocimientos. —¡No profesor, espere! Esto lo he pagado yo, tenía algo de oro ahorrado, y sabía la importancia de una noche como la de hoy—. El chico se semi levantaba de la mesa, pues su cuerpo le impedía hacer de ese movimiento algo rápido y grácil, y movía sus grandes manos en secuencia de negación. —Oh, lo siento, Ghidar, solo que sabes cómo es la situación ahora de los fondos para la ciencia, todo está enfocado en cómo hacer explotar cosas más rápido y mejor, como acabar con la vida en diferentes formas. Dos continentes en guerra el uno contra el otro, y nosotros, en medio de todo—. Ambos volvieron a sentarse y comenzaron su tan ganado festín. —Peor—. Expresó Ghidar después de algunos sorbos de sopa y un mordisco al emparedado, lavado todo con un trago de agua que descansaba dentro de una copa cristalina, comprada también por el pasante. —Estamos en medio y activos, financiando esto, financiando aquello, desde que la guerra comenzó hace ya cincuenta años. Que, si el Emperador de Mel quiere comprar motores, entonces la Kriknanolan co. le vende motores. Si el emperador de Elfros quiere artilleros, entonces las tres empresas privadas que las fabrican aquí, se pelean, como rabiosas bestias, por ser quienes se lleven las ganancias—. El profesor escuchaba a su pupilo con extrema atención mientras se encargaba de saciar su necesidad con tan deliciosa cena, acentuaba con la cabeza pues estaba de acuerdo con las palabras de Ghidar. Había gente que vestía los trajes más elegantes, y ganaba cantidades blasfemas de oro por la guerra. —Nuestra república, libre y pacífica, se ha convertido en una de las naciones más ricas gracias al sufrimiento de millones; ¿cuántos de nuestros científicos no han ido a trabajar para los humanos o los elfos? Llegan presumiendo ser artífices de tecnología nunca antes vista, con bolsas de oro tras sus espaldas. Cuánto ha avanzado la carrera armamentística, tanto que asusta. Y se dicen hombres de ciencia, imagínese, profesor, qué descaro—. Ghidar continuaba su batalla con el emparedado, su ceño se frunció, mas, la comida le devolvía el espíritu, y sorbía más sopa. —¿Un descaro? — respondía el profesor, al terminar de limpiarse la boca con una servilleta. —¡Oh sí! Estoy convencido de que la ciencia es para estudiar y mejorar la vida, comprender como funciona todo y ver lo conectado que está, no para hacerse rico y matar personas. Porque los motores que se fabrican aquí se usarán en aviones, los aviones luchan en el cielo y uno de ellos cae. La artillería que se fabrica aquí se disparará, y caerá sobre soldados distraídos. Y ni siquiera los que las fabrican se harán ricos, es solamente el sujeto que se sienta en la silla grande y déspota, contando su dinero y haciendo caso omiso a la sangre en sus manos—. La comida comenzaba a perder el terreno, el profesor se lavaba la garganta con vino, y lo sentía como un abrazo materno en su estómago; estaba cerca de estar satisfecho. —Ahora suenas a uno de esos rebeldes elfos que formaron su utopía a base de las armas, hablan mucho pero no quieren compartir sus teorías. — La mirada del pasante se llenó de calurosa ignorancia, por fin su profesor le había dicho algo de lo que ignoraba por completo su significado. —¿De qué rebeldes habla? Pensé que todos los Elfos le eran leales a Kivrigsi—. El profesor enmudeció, giró su mirada rápidamente a su plato ya casi vació, dio los últimos sorbos a la sopa, dejó caer la cuchara como bombardero deja caer una bomba y tomó la copa de vino casi vacía y junto con su cuaderno. —Limpia, por favor, te veo arriba para observar—. Éstas fueron sus últimas palabras antes de desocupar la silla de un salto y subir, con prisa injustificada, a la sala del telescopio.