Guardianes Del Sueño

Capítulo 5: La Primera Noche de Elara en Cobre Muerto

La noche en Cobre Muerto no era silenciosa. No como las noches que conocía en mi apartamento de Buenos Aires. Aquí, el silencio se ahogaba bajo un manto constante de susurros, respiros y el leve crujir de estructuras de adobe. Mi cabaña, adosada a la Casa del Concilio, amplificaba cada uno de esos sonidos. Había intentado dormir. Me había recostado, cerrado los ojos, y le había ordenado a mi cerebro desconectarse. Pero esta vez, la orden no funcionó.

El insomnio no era el que conocía. No era el molesto vaivén de pensamientos recurrentes. Era una sensación visceral, una alarma interna que se negaba a apagarse. Cada nervio de mi cuerpo gritaba "peligro". La oscuridad de la cabaña, tan absoluta, se sentía opresiva. Mis músculos estaban tensos, mi respiración superficial. Era como si mi propio sistema nervioso, programado para la supervivencia, interpretara la soledad de la noche como una amenaza inminente. La Dra. Elara Vance, neuróloga del sueño, estaba experimentando de primera mano la aversión ancestral.

Me levanté de la cama, mi pijama de algodón se sentía incómodo. La lógica me decía que no había un depredador acechando. Pero mi cuerpo no lo sabía. Me acerqué a la delgada pared que me separaba del ala de dormir comunal. Pegué la oreja. El murmullo era más claro aquí. No voces, sino el rumor de cuerpos respirando juntos, el eco de un sueño compartido. Era una sinfonía extraña, ajena a mi entendimiento, pero curiosamente... tranquilizadora. La simple proximidad de otras consciencias parecía apaciguar el grito primario de mi cerebro.

La curiosidad venció a la prudencia. Me puse una chaqueta y salí al aire frío de la noche patagónica. La luna, casi llena, bañaba el pueblo en una luz plateada que resaltaba las formas interconectadas de las casas. El aire olía a tierra mojada y a un indefinible aroma a hierbas. Las calles estaban vacías, pero las ventanas de los patios techados seguían ofreciendo destellos del ritual nocturno de Cobre Muerto.

Me acerqué a uno de los patios más grandes. Desde el exterior, a través de los amplios ventanales, pude ver la escena con mayor claridad. Decenas de personas yacían en colchonetas sobre el suelo, cubiertas con mantas. Estaban en formación, como un rebaño, sus cuerpos formando un intrincado patrón de calor y proximidad. Los más jóvenes estaban en el centro, rodeados por adultos. Se oían suspiros colectivos, el suave roce de tela, y un arrullo casi inaudible que parecía ser una nana comunitaria. No había ronquidos estruendosos, ni movimientos bruscos. Era un descanso sincronizado, casi coreografiado por la necesidad.

Estaba tan absorta en la observación que no escuché los pasos detrás de mí hasta que una voz grave rompió la quietud de la noche.

—Una vista peculiar para una persona del mundo exterior, ¿no, doctora Vance?

Me di la vuelta, sorprendida. Era Martín Herrera. Estaba de pie a unos pocos metros, envuelto en una pesada capa oscura. Su rostro, apenas iluminado por la luz lunar, mantenía su calma habitual, pero sus ojos, esos ojos indescifrables, tenían un brillo particular. No parecía enfadado por mi presencia, sino... esperándome.

—Señor Herrera. ¿No puede dormir? —dije, mi voz aún un poco tensa. —No puedo dormir solo, doctora. Como nadie aquí. Ni usted, al parecer.

Una leve sonrisa, un movimiento apenas perceptible de sus labios, se dibujó en su rostro. Su mirada se dirigió al patio de sueño, luego volvió a mí, con una comprensión que me desarmó.

—Experimenté... la aversión. Es un fenómeno fascinante. Una respuesta neurológica tan intensa a la soledad que impide el descanso —admití, mi tono más bajo, más personal. —Usted lo llama 'fenómeno neurológico'. Nosotros lo llamamos... el eco de lo que somos. Una verdad fundamental que el mundo moderno ha olvidado —replicó Martín, su voz suave, casi un susurro. Caminó lentamente hasta situarse a mi lado, mirando también hacia el patio del sueño. Su cercanía no me resultaba incómoda, extrañamente, sino… natural. —¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, mi mente científica luchando por encajar sus palabras. —Cuando nuestros ancestros llegaron a estas tierras, la noche era una bestia. Frío, depredadores, la inmensidad del vacío. Se dieron cuenta de que solos, en la oscuridad, la mente los traicionaba. El miedo se volvía tangible, los sueños, pesadillas vivas que los arrastraban a la locura. La única manera de sobrevivir a la noche era no enfrentarla solos.

Explicó, su voz desprovista de emoción, como si recitara una verdad milenaria.

—¿Entonces no es una condición? ¿Es una adaptación? —inquirí, mis neuronas ya procesando la implicación. —Es una forma de vida, doctora. Una elección forzada por la supervivencia que con el tiempo se convirtió en nuestra naturaleza. Los más débiles, los que intentaban la soledad, no sobrevivían. Los que se unían, prosperaban. La conexión no es solo física, es espiritual. Nuestros sueños se entrelazan. Las pesadillas de uno se diluyen en la fuerza de muchos. Los miedos se comparten y se disipan.

Escuché con atención, mi escepticismo científico chocando con la serenidad de sus palabras.

—¿Y no sienten la pérdida de la privacidad? ¿La ausencia de un espacio íntimo? —La privacidad... es un lujo que no podemos permitirnos. El descanso, la sanidad mental, es más valioso. Y en la proximidad, hemos encontrado otra forma de intimidad, una que el mundo exterior parece haber olvidado: la intimidad del apoyo incondicional. La certeza de que nunca estás verdaderamente solo, ni siquiera en el más profundo de tus sueños.

Martín se giró para mirarme. Su rostro estaba tan cerca que pude sentir el suave calor de su respiración en mi mejilla. La luz de la luna plateaba sus ojos, y por un instante, no vi al Representante inexpresivo, sino a un hombre que cargaba con el peso de una verdad ancestral. Había una intensidad tranquila en él que me resultaba extrañamente atractiva, una profundidad que el silencio de su rostro no revelaba. Y en la quietud de la noche, bajo el coro murmurante del pueblo dormido, sentí la tensión entre nosotros, una corriente subterránea que no tenía que ver con la ciencia, sino con algo más primitivo. La noche en Cobre Muerto era, en efecto, peculiar. Y yo, Elara Vance, comenzaba a entender que mis objetivos y mis certezas podrían estar a punto de desmoronarse.



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En el texto hay: romance, fantasia

Editado: 14.07.2025

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