—Hola Martín, necesito verte —La frase brotó de mis labios antes de que él pudiera pronunciar una palabra, una urgencia que no me permitía el preámbulo. Mi voz, antes temblorosa, ahora era una súplica cargada de la revelación del Lago Espejo Chico y el insomnio que me oprimía en mi departamento. La necesidad era palpable, innegable.
Hubo un instante de silencio al otro lado de la línea, un vacío que se llenó con el eco de la canción de Juan Gabriel. Reconocí la melodía al instante: una balada melancólica que siempre me había conmovido.
Un Reconocimiento Inesperado
Elara (pensando): "Esa melodía... es la que Martín siempre escucha. La que lo acompaña en sus noches de vigilia. ¡Es él! Sabe que soy yo. Siento su presencia a través del teléfono."
Luego, la voz de Martín, tranquila pero con una corriente subterránea de comprensión.
—Lo sé, Elara. Sentí que algo había cambiado en ti. ¿Qué sucede? —No preguntó por mi estado físico, sino por la agitación de mi mente. —No es el cerebro, Martín. No es una patología neurológica, no como la hemos estudiado. Es el ambiente. Es la tierra. El Lago Espejo Chico... las flores... Hay algo en estos lugares de la Patagonia que nos afecta. Que crea esa necesidad de conexión para poder dormir. Es como si el propio lugar exigiera la compañía —le dije, la voz vibrando con la emoción de mi descubrimiento. Escuchó sin interrupción, sin cuestionar la aparente locura de mi hipótesis. Cuando terminé, su respuesta fue pausada, medida, pero con una certeza que me heló la sangre. —Siempre lo supimos, Elara. Nuestros ancestros lo sabían. Por eso se quedaron. Por eso formaron la Vigilia Compartida. No es una cura. Es una adaptación. —Entonces, ¿tú lo sabías? —Mi voz era un hilo, una mezcla de asombro y una punzada de traición—. ¿Por qué no lo dijiste? —Porque no podías entenderlo con la mente, Elara. Tenías que sentirlo. Tenías que vivirlo. Tenías que experimentar el silencio atroz para valorar el murmullo. Y porque hay un secreto, Elara. Un secreto que solo aquellos que abrazan esta forma de vida pueden custodiar. Y tú... tú estabas a punto de marcharte. —Necesito verte, Martín. Necesito que me expliques. Necesito entender. Necesito... —repetí, la necesidad ahora no solo científica, sino profundamente personal. —Necesitas que te abrace muy fuerte —completó él, con un tono que mezclaba una inusual ternura y la misma certeza que había escuchado en su canción. —Lo sé. ¿Dónde estás? —Le di mi ubicación. Había una carretera provincial a unos kilómetros al sur de Villa La Angostura, un punto intermedio entre mi actual destino y Cobre Muerto. —Si sales ahora, Martín, nos encontraremos a mitad de camino. En el viejo puesto de Las Manos. —El nombre evocaba una conexión, un punto de encuentro en la inmensidad. Hubo una pausa más larga esta vez. Podía oír el viento ulular en la línea, o quizás era el sonido de la vasta Patagonia entre nosotros. Martín Herrera, el guardián de Cobre Muerto, el hombre que rara vez se apartaba de su pueblo, del que se decía que jamás había abandonado las tierras que custodiaba. ¿Sería capaz de hacerlo por mí?
Un Compromiso Inquebrantable
Elara (pensando con asombro): "¿Está rompiendo sus propias reglas? ¿Dejando Cobre Muerto, por mí? Esto es... esto es más de lo que jamás imaginé."
—Estaré allí —dijo finalmente, su voz firme, la promesa inquebrantable—. Dame unas horas. Ve con cuidado.
Sin dudarlo, colgué el teléfono. Mis ojos se posaron en la camisa que había comprado, tirada sobre una silla. La tomé, la abracé un instante. Era un gesto de fe, una promesa no dicha. En medio de la noche, bajo el manto estrellado de la Patagonia, tomé mis cosas. La carpeta del Instituto, mis apuntes, el cuaderno con mis observaciones sobre el Lago Espejo Chico. Cerré mi apartamento, dejando atrás la pretensión de objetividad que me había impuesto. Me puse al volante de mi Land Rover. El motor rugió, un sonido familiar que ahora me llevaba hacia lo desconocido.
Martín, después de muchos años, de toda una vida custodiando los límites de su pueblo, lo estaba haciendo. Estaba saliendo de su espacio, dejando la seguridad de Cobre Muerto, solo por Elara. Tan grande era el amor que sentía por ella, un amor nacido de la necesidad compartida, que estaba dispuesto a romper sus propias reglas, a cruzar el límite que él mismo defendía. La Patagonia se extendía ante mí, vasta e implacable, pero la certeza de encontrarlo a mitad de camino, en el puesto de Las Manos, era la brújula que guiaba mi corazón.
¿Qué revelaciones aguardaban a Elara y Martín en su esperado encuentro en el puesto de Las Manos?