La Dra. Elara Vance se estaba descubriendo a sí misma en el corazón de la Patagonia, y en los ojos de un hombre que, con una risa inesperada, me había mostrado una nueva forma de ver el mundo, y de sentir. Las sensaciones que me invadían eran un torbellino sin nombre ni definición: asombro, vulnerabilidad, una conexión tan profunda que rozaba lo místico. Y como Martín había dicho, él podía sentir lo que yo sentía.
Para darme un respiro, un momento para asimilar la abrumadora revelación de nuestra conexión, cambió el rumbo de la conversación.
—Cuéntame qué encontraste en Villa La Angostura —dijo Martín con voz suave, sus ojos fijos en los míos, invitándome a la apertura.
Le hablé del Lago Espejo Chico, de sus aguas de un azul casi negro y de las flores azuladas con toques de negro, su misteriosa forma y su perfume terroso. Le conté mi nueva hipótesis, la idea de que la "aversión" no era una patología neurológica individual, sino una respuesta a un factor ambiental desconocido, algo inherente a la tierra misma de la Patagonia.
Martín me escuchó con atención, su rostro serio, sus cejas ligeramente fruncidas en concentración. Cuando terminé, asintió lentamente.
—Interesante. Me gusta la mente de la científica, Elara, cuando no se aferra tanto a sus viejos libros. Esa flor que describes... es especial. Muy especial. Quiero que la analices. Como científica. Que busques lo que esconde.
Una chispa de entusiasmo se encendió en mí. La oportunidad de aplicar mi rigor, mi pasión por la investigación, a algo tan enigmático.
—Lo haré —le aseguré, ya imaginando los experimentos, los análisis químicos. —Pero con una condición —dijo Martín con voz grave, su mirada cargada de una seriedad inquebrantable, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Debes asegurar un contrato de confidencialidad con el pueblo. Que el significado de esa flor, si logras desentrañarlo, no sea revelado al Instituto ni a nadie más fuera de Cobre Muerto. Esto es para proteger nuestro legado, Elara. Para proteger lo que somos.
La idea de un contrato de confidencialidad con un pueblo, por una flor, era algo que escapaba a mi experiencia. Pero su determinación era inquebrantable.
—Eso... no lo había pensado —admití, sintiendo sorpresa y perplejidad. —Sin ese contrato, lo que descubras podría ser usado en nuestra contra. Podría destruir la esencia de Cobre Muerto. Pero si lo haces, si honras esa confidencialidad... quizás, con tu ciencia, puedas encontrar un antídoto para aquellos que son más débiles, para los que la aversión es una carga insoportable, sin comprometer a la mayoría —dijo Martín con voz aún más profunda, un tono inconfundible de advertencia y protección.
Mi mirada viajó de la mesa a su rostro, una idea se cruzó en mi mente, fugaz y abrumadora. El secreto. El gran secreto de Cobre Muerto. ¿Era la flor la clave? ¿Era este el momento?
Pero Martín fue más hábil. Sintiendo mis pensamientos, mis emociones, interrumpió mi línea de razonamiento. Su mano se estiró y cubrió la mía, su toque firme y reconfortante.
—Tranquila. Lo de mi pueblo será para otro momento. Necesito tu lealtad hacia mí, Elara. No a la ciencia. No al Instituto —dijo en un susurro que disipó mi prisa, apretando suavemente mi mano.
La declaración me golpeó con la fuerza de una revelación. ¿Qué me estaba diciendo Martín? ¿Que quería que abandonara todo lo que conocía, todo lo que era? ¿Que mi identidad como científica, mi trayectoria, no significaban nada frente a la lealtad hacia él? Era una demanda monumental, una elección imposible. Pero en sus ojos, no había egoísmo, sino una necesidad profunda, una verdad que comenzaba a vislumbrar. Quería que yo eligiera la conexión, la confianza, la verdad que solo se revelaba en la intimidad, por encima de las estructuras frías de la academia. Y en ese instante, entendí que no era una renuncia, sino una invitación a un camino que me prometía una verdad mucho más grande y compleja de la que jamás había buscado en un laboratorio.
¿Aceptará Elara esta condición y arriesgará su carrera por Martín y los secretos de Cobre Muerto?