Dios. ¿Qué me está diciendo? Mi mente científica, la que siempre buscaba la lógica, se rindió por completo. Soy yo. Él me ama. Él me ama como yo a él. Un torbellino de emociones me invadió, abrumador y dulce. Mis mejillas se encendieron. Mi mano buscó instintivamente su rostro, mis dedos rozaron su mejilla, sintiendo la calidez de su piel.
—¿Qué dije? —me reproché en mi mente, sintiendo la oleada de amor que me desbordaba. Mis ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas de asombro, de alivio, de una felicidad inmensa.
Martín lo sabía. Era ella. Su sonrisa se ensanchó un poco más, sus ojos brillando con una ternura que deshizo cualquier vestigio de mi armadura profesional. Se inclinó lentamente, sus ojos fijos en los míos.
—Te amo, Martín —susurré, la confesión escapando como un aliento, una verdad tan poderosa que me dejó sin aire.
La sonrisa de Martín se transformó en una expresión de profunda alegría. Se inclinó, y sus labios encontraron los míos en un beso que fue todo lo que la Patagonia, sus secretos y su amor no dicho, habían estado guardando. Fue un beso cargado de años de soledad para él, de dudas y búsquedas para mí. Un beso que selló una unión más allá de la ciencia y la lógica, uniendo dos almas que el destino había entrelazado.
Cuando nos separamos, sus ojos grises me miraron con una intensidad renovada.
—Este lugar, Elara, es el sitio de nuestro juramento. Aquí, mis ancestros se comprometieron a proteger lo que hace que Cobre Muerto sea Cobre Muerto. Ahora, te ofrezco este juramento a ti. A nuestro amor. Y a nuestra unión como guardianes —dijo Martín con voz ronca de emoción, sus ojos fijos en los míos con una seriedad que revelaba la profundidad de sus palabras.
Comprendí. Este era el secreto de Martín, el legado que custodiaba. No era solo la flor, no era solo la aversión. Era la esencia misma de su pueblo, ligada a la tierra, a la conexión entre sus habitantes y, ahora, a nosotros. Mi corazón latía con fuerza, la comprensión se asentó en mi alma.
—Acepto. Juro proteger este lugar, su gente y sus secretos. Con mi ciencia y con mi corazón. Juro mi lealtad a ti, Martín, y a este legado —dije con voz firme, sin una pizca de duda, mis ojos brillando con una determinación recién hallada.
En ese instante, una suave luz azulada comenzó a emanar del árbol ancestral, envolviéndonos. No era una luz eléctrica, ni un fenómeno natural conocido. Era un brillo etéreo, pulsante, que se extendió por el claro, bañándonos en su resplandor. Sentí una energía cálida, vibrante, que me recorría el cuerpo, una sensación de profunda conexión con la tierra, con el aire, con cada fibra de ese lugar. Fue como si el pueblo, el árbol, la esencia misma de Cobre Muerto, me aceptaran. Ya no era solo una forastera, ni una científica. Era una guardiana, parte de algo mucho más grande. La luz se intensificó, y en el centro de ella, vi las motas negras de las flores que había analizado, bailando en el aire. Era la bendición del legado.
Cuando el brillo se disipó, el claro volvió a su tenue luz crepuscular, pero todo se sentía diferente.
—Bienvenida, guardiana Elara. Ahora, el secreto es nuestro —dijo Martín con una sonrisa llena de una alegría que nunca antes le había visto, sus ojos brillando con un nuevo conocimiento compartido.
El regreso al centro del pueblo fue inusitado. No caminamos. Fue como si nuestros cuerpos se movieran con una ligereza inaudita, casi sin tocar el suelo. No pude entenderlo con la lógica, pero lo sentí. La energía que nos había envuelto en el claro nos impulsaba. Llegamos a la Casa del Concilio en un tiempo récord, con una vitalidad renovada.
El legado a proteger, lo entendí ahora, no era solo la flor o el secreto de la aversión. Era la conexión profunda que unía a Cobre Muerto, una simbiosis entre el entorno, la tierra y sus habitantes que les permitía un nivel de empatía y de sueño compartido desconocido para el mundo exterior. Era la capacidad de sentir al otro, de depender del murmullo colectivo para descansar. Era su forma de vida, una que yo, la Dra. Elara Vance, la científica de la soledad, había llegado a comprender y, finalmente, a amar. Y ahora, como guardiana, era mi deber custodiarlo, no desde un laboratorio, sino desde el corazón mismo de la Patagonia.