Guardianes Del Sueño

Capítulo 40: La Vigilia de la Despedida

El día de la fusión se cernía sobre Cobre Muerto como una sombra antigua, tan inevitable como el ciclo de las estaciones. La atmósfera del pueblo, usualmente un murmullo vibrante de conexión, ahora vibraba con una melancolía contenida. Martín y yo, conscientes del peso que se avecinaba, pasamos los últimos días en una dulce y agridulce intimidad. Cada caricia, cada mirada, cada palabra, se cargaba con la promesa de lo que era y la incertidumbre de lo que sería.

Ruby y Ángel, con la perspicacia de los niños criados en el pulso de la tierra, sentían la inminencia. Sus preguntas eran pocas, pero sus abrazos, más largos y apretados. Habíamos sido honestos, hasta donde nuestra comprensión lo permitía, sobre el sacrificio de su padre. Les habíamos hablado del deber, del amor por el pueblo, de la continuidad del legado. Pero, ¿cómo explicar la fusión de un alma con la tierra a dos pequeños corazones?

La noche anterior al amanecer de la fusión, el pueblo se reunió. No fue una celebración ruidosa, sino una vigilia compartida en su sentido más puro. Las antorchas iluminaban la plaza central con una luz suave y danzante. La gente no hablaba mucho; solo sentían, conectados por el hilo invisible que Martín estaba a punto de fortalecer. Los ancianos, con sus rostros surcados por el tiempo, se sentaron en círculo, sus ojos fijos en Martín, transmitiéndole fuerza. Yo me senté a su lado, nuestras manos entrelazadas, sintiendo el flujo de su vida en la mía.

El murmullo del pueblo se intensificaba a medida que la noche avanzaba, una sinfonía de sueños entrelazados que arropaba a Martín. Podía sentir la consciencia colectiva de Cobre Muerto en él, llamándolo, atrayéndolo. El peso de ese llamado era inmenso, y a pesar de mi amor y de todo lo que había aprendido, una parte de mí temía. Temía que el Martín que conocía se diluyera en la inmensidad de la tierra, que su esencia individual se perdiera para siempre en el eco de los ancestros.

Mientras la luna alcanzaba su cenit, Martín se volvió hacia mí. Sus ojos grises, en la penumbra, brillaban con una mezcla de amor, paz y una infinita tristeza.

—Elara —susurró, su voz ronca de emoción—, prométeme que cuidarás de nuestros hijos. Que les enseñarás la verdad completa, con todo su costo y su belleza. Prométeme que no te olvidarás de mí. Del Martín que soy ahora. —Nunca, Martín. Nunca te olvidaré. Y cuidaré de ellos con mi vida, como tú cuidas de Cobre Muerto —respondí, mi voz quebrada por las lágrimas, aferrándome a él con todas mis fuerzas.

Nos besamos, un beso largo y profundo que selló no solo un adiós, sino una promesa eterna. Era el beso de una vida compartida, de un amor que había encontrado su propósito en el corazón de la Patagonia. Los niños dormían acurrucados a nuestros pies, ajenos a la magnitud del momento, su inocencia un recordatorio de la vida que continuaría.

La primera luz del amanecer se asomó por el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. El momento había llegado. Martín se puso de pie, su figura imponente proyectándose contra la incipiente luz. Miró a su pueblo, a sus hijos dormidos, y finalmente a mí. En sus ojos vi el amor incondicional de un guardián, la aceptación de su destino. Caminó hacia el árbol ancestral, donde el aire palpitaba con una energía casi visible. Yo lo seguí, mi corazón latiendo al unísono con cada uno de sus pasos.



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En el texto hay: romance, fantasia

Editado: 14.07.2025

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