El claro bajo el árbol ancestral estaba impregnado de una energía ancestral. Martín se acercó al tronco imponente, sus manos rozando la corteza rugosa como si acariciara a un viejo amigo. El murmullo de Cobre Muerto, que en la plaza había sido un eco distante, aquí se amplificaba, resonando en mis huesos. Podía sentir las venas telúricas bajo la tierra, pulsando con una vida propia, la misma vida que Martín estaba a punto de renovar.
Los ancianos, que lo habían seguido en silencio, formaron un círculo alrededor del árbol, sus rostros serenos y susurrando cánticos antiguos. Sus voces, graves y melodiosas, se entrelazaban con el murmullo de la tierra, creando una sinfonía de conexión y sacrificio. Era una ceremonia que se había repetido a lo largo de los siglos, un ritual sagrado para asegurar la continuidad de su existencia.
Martín cerró los ojos, su respiración profunda y constante. Sentí un temblor en el aire, una vibración que se intensificaba. Las motas negras de la flor del Lago Espejo Chico comenzaron a emanar del tronco del árbol, bailando alrededor de Martín, envolviéndolo en un torbellino etéreo. No era la suave luz azulada de mi propia aceptación, sino un torbellino de energía primordial, un lazo tangible entre el hombre y la tierra.
Su cuerpo comenzó a emitir un brillo tenue, sus contornos pareciendo difuminarse ligeramente. Era un proceso lento, doloroso. Pude sentir el vínculo entre nosotros tensarse, como una cuerda estirándose hasta el límite. Un gemido escapó de Martín, un sonido gutural que me partió el alma. Quise correr hacia él, abrazarlo, detener el proceso, pero los ancianos me detuvieron con una mirada, un recordatorio silencioso de que esto era inevitable, un deber.
Era el Sacrificio del Guardián Mayor, el traspaso de vida y energía. La conciencia ancestral, el murmullo colectivo de Cobre Muerto, se extendía, abrazando a Martín, tejiéndolo en la red de sueños. Pude ver visiones fugaces en mi mente: imágenes de guardianes pasados, de sus sacrificios, de la tierra pulsando con vida, de los sueños de generaciones entrelazados. Era abrumador, hermoso y aterrador a la vez.
El proceso duró lo que pareció una eternidad. El brillo se intensificó, luego comenzó a menguar lentamente. Las motas de la flor se disiparon, y el aire vibrante se calmó. Cuando la energía se desvaneció por completo, Martín seguía allí, de pie bajo el árbol. Pero algo había cambiado.
Su piel parecía más pálida, como si parte de su vitalidad se hubiera transferido a la tierra. Sus ojos, al abrirse, tenían una profundidad aún mayor, una antigüedad que antes solo había atisbado. Era Martín, mi esposo, el padre de mis hijos. Pero también era algo más. Era el eco de la tierra, el latido consciente de Cobre Muerto.
Me acerqué a él, mis piernas temblorosas. Toqué su rostro, sintiendo la frialdad de su piel.
—Martín —susurré, las lágrimas corriendo por mis mejillas. —Estoy aquí, Elara —dijo, su voz más profunda, resonando con una cadencia nueva, pero sus ojos me miraron con el mismo amor de siempre—. Siempre estaré aquí. Para ti. Para nuestros hijos. Para Cobre Muerto.
El abrazo que siguió fue un consuelo, una reafirmación. Había sobrevivido. El secreto había sido renovado. El legado continuaba. Pero la carga, ahora, la compartíamos, no solo entre dos, sino entre el hombre y la tierra. El corazón de Cobre Muerto seguía latiendo, y yo, la Guardiana Elara, me había convertido en una testigo y participante de su eterno y doloroso misterio