Guardianes Del VacÍo: La Prueba De Los Elegidos

CAPITULO I: El Resplandor De La Lanza Dorada

La playa se extendía bajo un cielo desgarrado por nubes grises, donde el viento salado mecía las palmeras con un ritmo de presagio. Las olas, encrespadas y blancas como los dientes de una bestia, lamían la arena con avidez, arrastrando consigo algas muertas y el eco de antiguos naufragios. Allí, erguido frente al mar, Lucas ajustaba su armadura. Las placas de metal bruñido brillaban bajo el sol agonizante, atrapando su luz como si fueran espejos destinados a cegar a la muerte. En sus manos, su lanza dorada vibraba con un pulso propio, un fulgor interno que recordaba al corazón de una estrella recién nacida. Su cabello oscuro, azotado por la brisa, enmarcaba un rostro tallado para la batalla: mandíbula apretada, mirada fría como el filo de un acero.

A sus espaldas, Marisal se aferraba a la costa. Un puñado de chozas con techumbres de paja y paredes de barro, donde el humo de los hogares se enredaba con el olor a sal y pescado seco. Más allá, las montañas se alzaban como guardianes petrificados, y el río serpenteaba hacia el horizonte, llevándose consigo las últimas esperanzas de paz.

—No es solo una horda… algo los impulsa —susurró José, acercándose. Su voz, más joven que las demás, temblaba levemente. Sus ojos, claros y siempre inquietos, se clavaron en la nube de polvo que avanzaba desde el norte, devorando el paisaje. —Huelen a sangre… y a brujería. A hierro quemado y huesos rotos.

Lucas no respondió de inmediato. En lugar de palabras, su silencio fue una espada más. Alrededor de él, los otros nueve se preparaban, cada uno con su arma ancestral entre las manos, cada uno con el peso de un destino que aún no entendían del todo. Oswaldo, escéptico pero leal, probaba el filo de su espada de ráfagas, sintiendo el ozono en el aire antes de cada corte. Lisbeth, delgada como una sombra en el crepúsculo, tensaba las cuerdas de su arco de ébano, cuyo mango estaba tallado con runas que brillaban al contacto con su piel. En algún lugar entre ellos, las dagas de hielo perpetuo de Mika dejaban estelas de escarcha en la arena, mientras Valeria afilaba sus gemelas envenenadas con la precisión de una araña tejiendo su trampa.

Y entonces llegó el estruendo.

Cincuenta mercenarios emergieron del polvo, armaduras oxidadas, hachas melladas, sonrisas faltas de dientes, pero sobradas de crueldad. Al frente estaba Kragan: un titán cuyo yelmo de hierro retorcido le daba el aspecto de un demonio salido de una forja maldita. Sus cicatrices no eran marcas de derrota, sino mapas de masacres pasadas.

—¡Formación! —La voz de Lucas cortó el aire como un relámpago. Su lanza dorada se alzó, y por un instante, el sol agonizante pareció renacer en su punta. —Defendemos cada palmo. Si caemos, lo hacemos sembrando su tierra de arrepentimiento.

Thiago golpeó el suelo con su escudo rúnico, y las bestias talladas en su superficie aullaron, proyectando hologramas de lobos y osos que gruñeron hacia el enemigo. Renzo ajustó la mira de su ballesta, donde una estalactita de cristal esperaba su turno para atravesar gargantas. Nadia, silenciosa como el viento previo a un incendio, encendió su espada de fuego, y las llamas danzaron en sus ojos, reflejando no ira, sino una calma terrible.

No había tiempo para dudas. Solo para la sangre.

El primer golpe llegó con un estruendo que partió el aire como un hueso roto. Los invasores cargaron, no como hombres, sino como una jauría de bestias uncidas al mismo odio. Sus alaridos, agrios y guturales, ahogaron incluso el rugido del mar. Kragan, erguido sobre un corcel negro cuyo pelaje brillaba como aceite bajo el sol moribundo, blandía un hacha deforme. La hoja, manchada de óxido y algo más viscoso, una sustancia negra que goteaba como alquitrán vivo, dejaba cicatrices humeantes en el aire donde pasaba.

—¡Ahora! —El grito de Lucas fue un látigo que desencadenó la tormenta. Su lanza dorada trazó un arco perfecto y un relámpago solar derribó a dos mercenarios con un solo tajo limpio. A su izquierda, Mika tejía una red de hilos luminosos entre sus dedos, atrapando a tres enemigos cuyos gritos se convirtieron en gargantas cerradas por el hielo de sus dagas. Oswaldo, con los músculos tensos y la espada de ráfagas alzada, convocó un vendaval que levantó cortinas de arena, cegando a los atacantes.

Pero entonces, el ritmo de la batalla se quebró.

Los mercenarios retrocedieron, pero no en desbandada, no con el miedo esperado. Lo hicieron al unísono, como marionetas cuyos hilos hubieran sido jalados por una mano invisible. Nadia, cuya espada de fuego escupía chispas que iluminaban el sudor en su rostro, se abrió paso entre cuerpos caídos hasta llegar a Lucas.

—¡Es una trampa! —Su voz fue un cuchillo en el caos. Con un gesto brusco, señaló hacia los riscos de las montañas, donde una figura encapuchada se recortaba contra el cielo. Entre sus manos enguantadas, un orbe violeta palpitaba con un ritmo orgánico, como si contuviera un corazón maldito.

El pecho de Lucas ardió. Gael, a su derecha, gruñó mientras su látigo de espinas incandescentes desgarró el aire, dejando tras de sí un rastro de humo negro.

—¿Un hechicero? ¡Esto no estaba en el trato!

Pero fue demasiado tarde.

El orbe estalló con un sonido que no fue un trueno, sino un gemido. De su núcleo brotaron sombras serpentinas, criaturas de pesadilla que se enroscaron en los cuerpos de los mercenarios. Sus venas se volvieron negras bajo la piel, sus ojos palidecieron hasta volverse lechosos, y cuando se movieron, lo hicieron con una velocidad antinatural, sus huesos crujieron en ángulos imposibles. Kragan rio entonces produciendo un sonido que emergió de su garganta como metal raspando piedra, y hasta Thiago, cuyo escudo había resistido muchos embates, sintió el frío reptar por su espina dorsal.




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