Guardianes Del VacÍo: La Prueba De Los Elegidos

CAPITULO II: Comienzos

El aroma del pan recién horneado seguía vivo en la memoria de Lucas, tan vívido como el primer rayo de sol atravesando la ventana de la cocina los domingos por la mañana. Su madre, solía canturrear canciones sin nombre mientras amasaba, la harina pintaba sus manos como polvo de estrellas. Aquel olor a levadura y mantequilla derretida era el último vestigio de un mundo que ya no existía, un recuerdo que el tiempo había desdibujado hasta convertirlo en algo frágil, como las páginas amarillentas de un libro olvidado.

Tenía apenas ocho años cuando los hospitales se convirtieron en su segundo hogar. Las luces fluorescentes, el zumbido de los monitores y el olor a desinfectante reemplazaron los juegos en el parque y las cenas familiares. El cáncer fue un ladrón sigiloso: primero se llevó el color de los labios de su madre, luego la luz de su risa y, al final, hasta su aliento. Lucas recordaba el frío del mármol en la lápida bajo sus dedos el día del entierro, el cielo gris como si el universo mismo hubiera decidido vestirse de luto.

Y después, el abandono.

Su padre, se esfumó sin más. No hubo explicaciones, ni cartas de despedida, solo un silencio que resonaba más fuerte que cualquier portazo. Lucas pasó meses durmiendo en sofás de desconocidos, escuchando murmullos ajenos detrás de puertas entornadas: "Pobrecito, ¿y ahora qué será de él?". Las oficinas de asistencia social olían a café rancio y resignación, y aunque Caroline —aquella amiga de la familia que le traía libros llenos de dragones y ciudades flotantes— intentó llenar el vacío con cuentos y caramelos exóticos, también terminó yéndose poco a poco con el tiempo. Sin advertencia. Como todos.

Hasta que llegaron Ariana y Esteban.

Altavista era un pueblo pequeño, donde las calles empedradas subían cuestas empinadas y el aire olía a pinos y salitre. Su nueva casa tenía un jardín descuidado y una biblioteca con estantes que crujían al abrirse. Ariana, con sus manos callosas de pintora, nunca intentó ser su madre. Esteban, profesor de historia, le hablaba de mitos antiguos como si fueran secretos compartidos. Le dieron tiempo. Espacio para guardar sus heridas sin apresurarlo a curarlas.

Pero a veces, en las noches especialmente silenciosas, Lucas miraba las estrellas a través de su ventana y se preguntaba si aquella paz era solo el preludio de otra tormenta.

Comenzar la secundaria en Altavista era como abrir un libro por la mitad: las páginas anteriores ya no importaban, pero faltaba contexto para entender la historia. El Colegio San Elías se alzaba imponente, con sus paredes de piedra gastada por generaciones de estudiantes y pasillos que guardaban ecos de risas antiguas. Las tres secciones por grado eran casi leyenda: la sección A para los que devoraban ecuaciones como si fueran dulces; la B para quienes corrían más rápido que sus propias dudas; y la C, esa a la que los profesores llamaban "relajada" con una sonrisa que escondía resignación.

A Lucas lo asignaron a la A.

La mañana de su primer día, avanzó por los pasillos con la mochila pegada al pecho como un escudo. El murmullo de voces ajenas le recordaba a un enjambre distante. Eligió una carpeta del centro, ni muy adelante para llamar la atención, ni tan atrás para parecer desinteresado y fingió revisar su cuaderno con una concentración exagerada. Las ecuaciones dibujadas allí eran solo garabatos, pero le daban una excusa para no levantar la vista.

A la hora del recreo, mientras estaba sentado en su silla mientras todos salían a los pasillos, una voz interfirió en sus pensamientos.

—¿Eres nuevo, verdad?

La voz era suave pero firme, como el sonido de una hoja cayendo sobre hierba seca.

Alzó los ojos. Una chica de cabello castaño claro, el tono de la miel expuesta al sol, lo miraba con curiosidad. Tenía los ojos verdes, pero no del color de las hojas, sino de esas piedras pulidas que el mar devuelve a la orilla.

—Sí. Soy Lucas —respondió, y notó con sorpresa que su sonrisa, aunque tímida, era genuina.

—Yo soy Valeria —dijo ella, y señaló con el mentón al muchacho que se acercaba por detrás, cargando una mochila tan desordenada como su sonrisa. —Y este oso que no sabe cerrar cremalleras es Oswaldo. Nos conocemos desde que gateábamos. Siéntate con nosotros, prometemos no morder... mucho.

Oswaldo dejó escapar una carcajada que resonó como un trueno en el aula medio vacía.

—Solo muerdo los lápices —añadió, mostrando uno con marcas de dientes. —Y a veces los sándwiches de Valeria.

Esa fue la primera de muchas conversaciones.

En semanas, los tres formaron un triángulo perfecto: Lucas con su silencio observador, Valeria con su ingenio afilado, y Oswaldo con su habilidad para romper el hielo y los útiles escolares sin esfuerzo. Compartieron tareas copiadas a última hora, almuerzos intercambiados (—"Prueba mi tortilla, ¡no está tan quemada!" —), y secretos susurrados en los recreos, cuando el sol de mediodía pintaba sombras alargadas en el patio.

Cerca de ellos, siempre junto a la ventana donde la luz entraba con timidez, estaban las otras dos.

Nadia y Lisbeth.

Nadia leía libros con portas gastadas, sus dedos recorrían los márgenes como si extrajera significado hasta de los espacios en blanco. Lisbeth, en cambio, escribía en una libreta con tapas negras, su pluma se movía con la precisión de quien traza no palabras, sino hechizos. No eran hostiles, solo... inalcanzables. Como dos notas musicales que solo resonaban entre sí.

—Dicen que Nadia una vez le corrigió un problema de física al profesor —susurró Oswaldo un día, mientras observaban a las chicas desde su mesa habitual.

—Y que Lisbeth puede adivinar tu signo con solo mirarte —añadió Valeria, aunque nadie sabía de dónde había sacado ese dato.

Lucas no comentó nada. Pero a veces, cuando Nadia alzaba la vista del libro y sus ojos se cruzaban con los suyos por un segundo, tenía la extraña sensación de que ella ya sabía cosas de él que ni él mismo entendía.




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