Las semanas siguientes al inicio de clases pasaron como un torbellino de hojas otoñales: rápidas, coloridas e imposibles de atrapar. Los pasillos del San Elías se llenaron de ese caos particular de la adolescencia, rumores que cambiaban de boca en boca, miradas furtivas entre clases, tareas copiadas en los últimos minutos antes del timbre. Mientras las secciones A y B se enorgullecían de sus logros académicos y deportivos, la sección C cultivaba su propia leyenda.
Allí, entre carpetas rayadas con iniciales y poemas mal escritos, cuatro estudiantes que aún no sabían que el destino los tenía marcados se encontraron por primera vez:
José, el de sonrisa fácil y preguntas incómodas que hacían enrojecer a los profesores.
Mika, cuyas manos inquietas siempre estaban desarmando algo (un bolígrafo, un reloj, las reglas de sentido común).
Gael, el callado que observaba todo con ojos de halcón y soltaba comentarios que partían el aire en dos.
Renzo, quien llevaba una calculadora científica a todas partes "por si acaso", aunque nunca la usaba para matemáticas.
Su amistad no nació en el patio ni en un salón de clases, sino en el laboratorio de química, un jueves por la tarde cuando la profesora Durán hablaba de "enlaces covalentes" con el entusiasmo de alguien que recita el menú de un restaurante.
—Esto es como ver crecer la hierba —susurró José, haciendo girar un matraz entre sus dedos.
—Peor. La hierba al menos es verde —murmuró Renzo, ajustando sus gafas.
Fue Mika quien tuvo la idea ("¿Y si mezclamos esto con... esto otro?") y Gael quien, contra todo pronóstico, no los detuvo. El resultado fue un puf sonoro seguido de una nube de humo morado que olía a huevos podridos y pólvora barata. El estruendo no fue lo suficientemente fuerte para reventar ventanas, pero sí para que la profesora Durán soltara su taza de café y el vigilante activara la alarma de incendios "por precaución".
—¡ESTÁN LOCOS! —gritó la profesora, tosiendo entre el humo mientras señalaba los restos del experimento. —¡Podrían haber volado el laboratorio!
En la oficina del director, los cuatro se alinearon como criminales en un juicio. El señor Márquez, un hombre calvo cuyo bigote parecía estar siempre al borde de un ataque de nervios, los miró por encima de sus gafas:
—¿Qué demonios intentaban demostrar?
José, con esa sonrisa que ya empezaba a ser su marca personal, se encogió de hombros:
—Curiosidad científica, señor. El método empírico, ¿no?
El director palideció. Por un momento, pareció considerar la posibilidad de expulsarlos al vacío del espacio. Pero los padres intervinieron a tiempo (el padre de Gael incluso mencionó algo sobre "genios incomprendidos"), y el castigo final fue tan mundano como cruel:
Una semana limpiando el colegio. De los baños a los pasillos, de las ventanas a las peceras del laboratorio (sí, justo esas que habían sobrevivido al desastre).
Pero mientras fregaban grafitis de corazones rotos y nombres olvidados, algo extraño sucedió:
—Oigan —dijo Mika, sacando un trozo de papel arrugado de debajo de un estante. —¿Qué es esto?
El dibujo que encontraron era el retrato de una hermosa chica que aún no conocían, pero habían visto por los pasillos algunas veces, debajo de la foto firmaba un anónimo diciendo que era la alumna más bonita de todo el colegio.
El sol de media tarde caía a plomo sobre los jardines del San Elías cuando el destino o la torpeza deliberada unió a los grupos. Valeria estaba inclinada hacia Nadia y Lisbeth, compartiendo algún secreto que hacía arquear las cejas de Lisbeth en gesto de escepticismo, cuando el sonido de tacones arrastrándose con exagerada torpeza las hizo volverse.
José apareció como un tifón humano, balanceando un balde de agua que oscilaba peligrosamente.
—¡Cuidadoooo! —gritó con una voz tan falsamente alarmada que hasta las palomas en los árboles parecieron suspirar.
El agua fría impactó de lleno contra las piernas de Valeria, salpicando los zapatos impecables de Lisbeth y formando un charco vergonzoso a sus pies. José se quedó ahí, con el balde vacío colgando de un dedo y una sonrisa que habría hecho envejecer prematuramente a un santo.
—Ups. El suelo me odia —dijo, parpadeando con inocencia fabricada.
El silencio que siguió fue tan denso que se podrían haber clavado alfileres en él. Valeria se quedó inmóvil, sus mejillas estaban arreboladas no por vergüenza sino por una ira que le tensaba los nudillos. Lisbeth lo miró como si acabara de encontrar una nueva especie de insecto particularmente desagradable. Nadia, en cambio, solo cruzó los brazos, pero en sus ojos oscuros brillaba algo peligroso: no indignación, sino evaluación.
Desde la cancha, a veinte metros de distancia, Thiago observó la escena mientras se estiraba para educación física. Su risa fue breve, un resoplido casi inaudible, antes de menear la cabeza y volverse hacia el partido. Los dramas infantiles no eran rival para el gol que planeaba marcar.
Pero la paz no duró.
Lucas y Oswaldo llegaron minutos después, y el horror en el rostro de Lucas al ver a Valeria empapada fue tan genuino que a ella le ardieron los ojos por razones ajenas al agua fría.
—¿Qué te pasó? —preguntó Lucas, dejando caer su mochila al suelo.
—Fue ese imbécil —murmuró Valeria, señalando a José, quien ahora compartía miradas cómplices con Mika y Renzo como si acabaran de ganar un premio.
Oswaldo no necesitó más explicaciones.
Se abalanzó hacia José con la furia de un toro, empujándolo con ambas manos contra el torso. El golpe fue tan repentino que José cayó de espaldas contra el césped, la risa estaba congelada en sus labios.
—¿¡TE PARECE GRACIOSO!? —rugió Oswaldo, y su puño describió un arco perfecto hacia la mandíbula de José.
El caos estalló como un vaso de cristal contra el cemento. Mika y Renzo saltaron a defender a José, Gael también apareció de la nada como un espectro iracundo, y Oswaldo, pese a su destreza, pronto estuvo recibiendo golpes por todos lados. Lucas intentó meterse entre ellos, pero los cuerpos en movimiento eran un torbellino de uniformes arrugados y puños cerrados.