La noticia del torneo se propagó por el San Elías con la velocidad de un rumor jugoso. Para algunos, era solo otro evento en el calendario escolar; para los de la sección C, era su billete de oro para reescribir las jerarquías establecidas.
—¡Vamos a partirles el orgullo a esos engreídos de la B! —José anunció a voz en cuello, golpeando la espalda de Mika con un entusiasmo que hizo toser al muchacho.
Gael, siempre parco, solo cruzó los brazos y esbozó una media sonrisa.
—Prefiero ver la cara de Thiago cuando le atajemos el penal decisivo —murmuró Renzo, ajustando las gafas con un dedo. —Ese tipo suda arrogancia por los poros.
El quinteto inicial tenía potencial:
José, mediocampista, era pura energía sin filtrar. Sus pases eran impredecibles, pero cuando conectaba con la visión del juego, era como ver a un ajedrecista jugando en cámara lenta.
Renzo, defensa, movía los pies con la precisión de un relojero suizo. Nadie driblaba pasado él sin terminar mordiendo tierra.
Gael, el otro defensa, callado como una sombra, pero letal en los tackles. Sus intervenciones eran tan limpias que los árbitros nunca pitaban falta.
Mika, el portero, tenía reflejos de gato callejero y una tendencia a lanzarse como si su cuerpo fuera desechable. En su barrio lo apodaban "El Escudo" por una razón.
Tomás, el nuevo recluta, era un enigma. Jugaba con los ojos medio cerrados, como si el balón lo hipnotizara, pero sus regates eran obra de arte.
Faltaba un delantero.
Los entrenamientos en los recreos se volvieron rituales sagrados. Mientras el resto del colegio almorzaba o flirteaba, el quinteto de la C practicaba triangulaciones entre los árboles, usando mochilas como porterías y a Gabriela que aparecía sin aviso como juez de línea implacable.
—Necesitamos un killer —resopló José después de que Tomás fallara un tiro franco. —Alguien que meta goles cuando ardan las papas.
Fue entonces cuando Adamaris se acercó con su libro de mitología griega bajo el brazo.
—Prueben con Emiliano —dijo, señalando con la barbilla a un chico alto que cargaba cajas en la cafetería. —El año pasado hizo cuatro goles en el torneo distrital.
Todos la miraron, sorprendidos menos por la información que por el hecho de que hubiera hablado.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Mika, limpiándose el sudor de la frente.
Adamaris solo sonrió con un gesto misterioso que era su marca personal, y se alejó dejando una pregunta flotando en el aire:
¿Qué más sabía que no estuviera contando?
Mientras la sección C improvisaba equipos entre risas y reclutamientos de última hora, la sección B operaba con la precisión de una maquinaria de guerra. Seis figuras esculpidas por el entrenamiento constante se alineaban en la cancha auxiliar, sus siluetas proyectaban sombras alargadas bajo el sol del atardecer.
Thiago, con los brazos cruzados sobre el pecho y la camiseta ya sudada a pesar de no haber comenzado el entrenamiento, escaneaba a sus hombres. No necesitaban presentaciones.
Marcos, el delantero central, huesos duros y mirada de halcón.
Ramón, el mediocampista que respiraba fútbol hasta en los tatuajes.
Jorge, Pablo, Raúl —la línea defensiva que nunca cedía.
Y él, Thiago, el depredador del área, cuyos goles ya eran leyenda en los pasillos.
—No hay mucho que decir —su voz cortó el aire como un machete. —Mismo sistema, misma hambre.
Marcos, el único que osaba cuestionarlo, se ajustó las rodilleras con gesto pensativo.
—¿Y si nos toca contra la C en primera ronda? Esos tipos están armando algo.
Un silencio incómodo se extendió. Todos recordaban el incidente del balde, los rumores sobre los entrenamientos secretos de José y su banda.
Thiago sonrió. No era una sonrisa cálida, sino la que precede al relámpago antes del trueno.
—Mejor —dijo, palmeando el balón contra su muslo con golpes rítmicos que sonaron como latidos. —Así aprenden de una vez que aquí solo hay un rey.
Mientras las secciones B y C se movían como ejércitos organizados, la sección A flotaba en un mar de indecisión. Las conversaciones en el aula eran un mosaico de opiniones dispersas:
—"No somos deportistas" —murmuraban algunos. —"¿Quién quiere humillarse contra Thiago?" —reían otros. —"Alguien debería hacer algo" —susurraban los menos, sin mover un dedo.
Fue Valeria quien rompió el ciclo una tarde de viernes, aplastando su zumo de naranja contra la mesa con un golpe seco que hizo callar a los cercanos.
—Esto es patético —dijo, escaneando el salón con ojos que brillaban como navajas. —¿En serio vamos a dejar que la B y la C decidan quién domina este colegio?
Bajo el árbol del patio trasero, donde la sombra era más densa y los murmullos no llegaban, presentó el plan a Lucas y Lisbeth.
—¿Y si armamos el equipo nosotros?
Lucas, que hasta entonces había observado el desorden desde cierta distancia, arqueó una ceja. No era tanto escepticismo como curiosidad: Valeria tenía ese efecto en la gente.
Lisbeth, inesperadamente, fue la primera en apoyar la idea. Desde el incidente con José, algo se había quebrado en su habitual reserva.
—Solo necesitamos gente con ganas —dijo, arrancando hojas de su cuaderno y doblando los pedazos como si fueran fichas de reclutamiento. —Tú juegas bien —señaló a Lucas. —Y Oswaldo era el mejor de nuestra sección el año pasado.
El nombre de Oswaldo flotó en el aire como una bandera. Valeria miró su celular, donde una foto desenfocada los mostraba a los tres celebrando un gol del año anterior. La nostalgia le apretó la garganta, pero la sustituyó por determinación.
—Lo incluimos sí o sí. Cuando vuelva de la suspensión.
Los días siguientes fueron una carrera contra el tiempo. Valeria, con su habilidad para leer a las personas, reclutó a los menos evidentes, pero más valiosos: