El crepúsculo teñía de dorado las ventanas de la casa de Altavista cuando Lucas cruzó el umbral. El aroma a albahaca fresca y tomates asados lo envolvió como un abrazo, mezclándose con el sonido lejano de cacerolas y risas ahogadas desde la cocina. Algo era distinto.
—¡Sorpresa!
Ariana apareció en el marco de la puerta del comedor, sus manos estaban enharinadas y sus ojos brillaban con una emoción que Lucas no había visto desde su propia llegada años atrás. Detrás de ella, asomándose con la timidez de un cervatillo, una niña de no más de seis años se aferraba al dobladillo del delantal de Ariana.
Lucas se quedó paralizado. La niña piel canela, trenzas rebeldes y ojos grandes como lunas llenas lo observaba sin pestañear, apretando contra su pecho un peluche de lobo desgastado.
—¿Quién…?
Esteban emergió de la cocina con una fuente humeante, su voz calmada cortó la tensión:
—Se llama Amira. Desde hoy, será tu hermanita.
El mundo pareció detenerse. Hermana. La palabra resonó en Lucas como un eco de algo que jamás creyó tener derecho a desear. Se agachó lentamente, hasta quedar a la altura de esos ojos oscuros que lo escudriñaban con mezcla de curiosidad y miedo.
—Hola, Amira —susurró, y su sonrisa fue tan genuina como frágil, la de quien recuerda de pronto cómo se siente la esperanza. —Bienvenida a casa.
La niña contempló su mano extendida por un instante eterno antes de soltar el lobo de peluche y estrechar su dedo meñique con los suyos. Un pacto silencioso.
La cena fue un milagro de normalidad.
Ariana había preparado la lasaña de queso que solo hacía en ocasiones especiales. Esteban desenterró una botella de vino tinto (y un jugo de mora para Amira). Entre bocados, descubrieron que la niña:
Odiaba los pepinos, pero adoraba las aceitunas.
Podía contar hasta veinte en tres idiomas.
Roncaba suavemente al dormir, "como un motorcito", según Ariana.
Lucas observó cómo Amira le robaba trozos de pan a Esteban con la habilidad de una ladronzuela, cómo Ariana le limpió una mancha de salsa sin quejarse, cómo la casa, su casa, se llenaba de un calor que no provenía solo de la cocina.
Fue al servir el postre (flan casero con dulce de leche) que Amira, empujada por el azúcar o la comodidad repentina, dejó escapar la pregunta que todos evitaban:
—¿Lucas también vino en un auto grande con señores serios?
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el tictac del reloj de pared sonó como un martillazo. Ariana contuvo el aliento. Esteban miró a su hijo adoptivo con cautela.
Pero Lucas, en lugar de tensarse, tomó la cucharita de postre de Amira y la hundió en su propio flan antes de responder:
—Sí. Pero luego llegué aquí. Y aquí es mejor.
La niña estudió su rostro, buscando mentiras, y al no encontrar ninguna, asintió satisfecha antes de reclamar su cucharita robada.
Fuera, la luna llena iluminó el jardín donde años atrás Lucas había enterrado su primer tesoro (una moneda sin valor, un dibujo de su madre biológica). Esa noche, por primera vez, no sintió el vacío al mirar hacia las estrellas.
El regreso de Oswaldo al San Elías comenzó con el crujido familiar de sus zapatillas contra el piso de mosaicos. Los pasillos, que días atrás habían sido testigos de su ira, ahora lo recibían con murmullos y miradas curiosas. Justo cuando ajustaba la correa de su mochila, una voz conocida cortó el bullicio matutino:
—¡Oswaldo!
Valeria apareció como un torbellino, lanzándose hacia él con los brazos abiertos antes de que pudiera reaccionar. El abrazo fue tan fuerte que Oswaldo sintió el golpe de su corazón contra el suyo.
—¡Por fin! —exclamó ella, separándose solo para tomarle la cara entre las manos. —Te perdiste desde el experimento fallido de Lucas hasta que Lisbeth casi envenena al profesor de química.
Oswaldo rio, pero su sonrisa se congeló cuando notó algo distinto en Valeria: un brillo en los ojos que no estaba allí antes de su suspensión, una energía que parecía vibrar bajo su piel.
Mientras ella hablaba a mil por hora, "armamos el equipo del torneo", "Lucas es un defensa increíble", "Cristian ataja como si fuera araña", Oswaldo solo atinaba a asentir. Hasta que el objeto de uno de esos comentarios apareció detrás de ellos.
Lucas caminaba con esa calma que lo caracterizaba, la mochila colgaba de un hombro.
—Hola, Oswaldo —dijo, extendiendo el puño para un choque casual.
Valeria, en un movimiento fluido, rodeó a Lucas con un brazo en un abrazo lateral que duró exactamente dos segundos más de lo necesario. Oswaldo vio cómo los dedos de Lucas se tensaron levemente contra el costado de Valeria antes de separarse.
—Oye, soldado caído —la voz burlona de José interrumpió el momento, seguida de Renzo, quien masticaba un chicle con aire de superioridad. —Mientras andabas reflexionando sobre tus acciones, tu amigo no dudó en atrasarte.
Los dos rieron mientras se alejaban, pero la broma dejó un regusto amargo. Oswaldo bajó la mirada hacia sus manos, donde las cicatrices de sus nudillos habían comenzado a sanar.
Valeria lo observó de reojo. Conocía esa expresión: era la misma que ponía cuando el entrenador lo sacaba del partido por jugar demasiado agresivo. Una mezcla de orgullo herido y confusión.
—Vamos —le dijo, tomándolo del brazo con decisión. —Te presento al equipo. Mateo cree que puede superarte en goles.
El desafío en sus palabras hizo que Oswaldo alzara la cabeza. Pero cuando echó a andar tras ella, no pudo evitar una última mirada hacia Lucas, quien ahora revisaba su celular con una concentración sospechosa.
En el techo del pasillo, una cámara de seguridad giró lentamente, como si siguiera su marcha.
El timbre de Historia resonó con esa tonalidad agria que siempre parecía reprocharles algo. La profesora Matilde, una mujer de lentes gruesos y pelo recogido en un moño severo, escribió en el pizarrón con tiza blanca: "TRABAJO TRIMESTRAL - GRUPOS DE 5".