Guardianes Del VacÍo: La Prueba De Los Elegidos

CAPITULO VI: Cambios y distancias

Las reuniones de trabajo de Historia se habían convertido en un campo de batalla silencioso. La mesa del aula, rayada por generaciones de estudiantes, ahora soportaba el peso de miradas asesinas y argumentos envenenados.

—Los ritos germanos incluían sacrificios animales, no humanos —insistió Lucas, señalando un pasaje del libro con el dedo. —Eso lo prueba Tácito en Germania.

Oswaldo giró las páginas de su cuaderno con demasiada fuerza, desprendiendo una esquina.

—Tácito nunca pisó Germania. Solo repitió rumores —respondió sin mirarlo, con la mandíbula apretada. —Mi abuelo tenía sangre vikinga. Él sabía cosas.

Nadia, atrapada entre ambos como un árbitro en medio de un duelo, cerró bruscamente su libro de mitos sumerios. El golpe resonó como un disparo.

—¿Pueden dejar de competir? —su voz, usualmente serena, cortó el aire. —Esto no es un concurso de virilidad tribal.

Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. Valeria, que hasta entonces había mordisqueado el tapón de su bolígrafo, intentó tender un puente:

—Ambos tienen razón en parte...

—No —la interrumpió Oswaldo, por primera vez alzando la voz. —Él solo quiere llevar la contraria.

Lucas soltó una risa cortante que no llegó a sus ojos.

—Claro. Porque tú llegaste tarde otra vez y ahora quieres imponer tu versión.

Las palabras flotaron como cuchillos suspendidos. Valeria miró a Lisbeth en busca de ayuda, pero ella solo levantó una ceja y escribió algo en su libreta negra: "Idiotas. Los dos."

Fue entonces cuando Oswaldo cometió el error.

—Al menos yo no uso este trabajo como excusa para estar cerca de Valeria —murmuró, lo suficientemente bajo para que solo Lucas lo escuchara.

El golpe no fue físico, pero pudo sentirse en el aire. Lucas palideció, luego enrojeció. Su mano se cerró alrededor del lápiz hasta partirlo en dos.

Valeria, ajena al comentario, pero no a la reacción, sintió cómo algo se quebraba en ese momento. No era solo el lápiz. Era el último jirón de la amistad que alguna vez lo unió con Oswaldo.

Fuera del aula, una tormenta repentina comenzó a golpear los ventanales. El primer trueno sonó justo cuando Oswaldo se levantaba, recogiendo sus cosas con movimientos precisos y letales.

—Terminen sin mí —dijo, y su voz sonó extrañamente calmada para el huracán que todos sabían que hervía bajo su superficie.

Cuando la puerta se cerró tras él, el dibujo que Amira había hecho, olvidado entre las páginas del libro de Lucas, quedó expuesto sobre la mesa. Nadia lo miró primero: esas cinco figuras rodeadas de fuego, la palabra GUARDIANES garabateada con rojo.

Sus ojos se encontraron con los de Valeria. Por primera vez, hubo entendimiento mutuo en sus miradas.

Días después el último folio del trabajo de Historia se archivó con un suspiro colectivo. Nadia cerró su cuaderno de tapas duras con un golpe seco que hizo eco en el aula vacía. Sus ojos, usualmente impasibles, brillaban con una rara intensidad cuando se levantó.

—No vuelvo a trabajar con Oswaldo —declaró, dirigiendo la frase a Valeria, pero sin mirarla. —Lo siento, pero hay límites.

Valeria hundió los dedos en su pelo, despeinándose sin querer. Sabía que Nadia no era de las que amenazaban en vano; si lo decía, era irrevocable.

Oswaldo no protestó. Solo asintió con la cabeza mientras guardaba sus libros. En el silencio que siguió, el crujido de las hojas sonó como pequeños truenos.

Ese mismo día, la clase de Química olía a alcohol y resignación.

Cuando el profesor Rojas anunció nuevos grupos para las prácticas, Oswaldo se quedó plantado en medio del laboratorio, sintiéndose como un náufrago. A su izquierda, Valeria, Lucas y Nadia formaban un núcleo con Lisbeth.

Fue entonces que Yarissa apareció como un huracán de energía positiva, sus trenzas adornadas con cuentas de colores chasqueaban al moverse.

—¡Ey, tú! —lo llamó, señalándolo con un tubo de ensayo como si fuera una varita mágica. —¿Planeas fundirte solo en ese rincón o vienes con nosotros?

Detrás de ella, dos compañeros menos conocidos, Kevin y Zoe, lo saludaban con curiosidad.

—Necesitamos a alguien que entienda esto —continuó Yarissa, acercándose hasta invadir su espacio personal con una sonrisa desafiante. —Y preferiblemente que no convierta el laboratorio en una zona de guerra química.

Oswaldo parpadeó. Era la primera vez en semanas que alguien lo buscaba sin segundas intenciones, sin ese peso de expectativas rotas. Una risa genuina le brotó desde algún lugar olvidado de su pecho.

—Gracias, Yarissa —dijo, tomando el delantal que le ofrecía. —Acepto. Pero no prometo nada sobre explosiones.

Mientras se unía al nuevo grupo, algo se desanudó en su estómago. Al voltear por última vez, vio a Valeria observándolo desde lejos, con una expresión que no supo descifrar.

El laboratorio de Química olía a vinagre y energía renovada. El nuevo grupo de Oswaldo funcionaba como un mecanismo bien aceitado:

  • Yarissa, con sus pulseras tintineantes, dirigía las operaciones con la autoridad de una generala adolescente.

  • Zoe explicaba las fórmulas con los ojos brillantes, sus dedos manchados de tinta señalaban cada variable en su libreta decorada con constelaciones.

  • Kevin y Oswaldo resolvían los cálculos en silencio, encontrando una sincronía inesperada entre números.

  • Araceli, la cronista del grupo, documentaba cada paso con letra minuciosa, como si el experimento fuera a pasar a la historia.

Valeria los observaba desde la mesa contigua, donde Lisbeth reorganizaba los reactivos con precisión quirúrgica y Nadia leía las instrucciones como si descifrara un código antiguo. Su sonrisa era un ejercicio de autocontrol; cada risa que llegaba desde el grupo de Oswaldo le recordaba los recreos de la infancia, cuando compartían un solo refresco y las preocupaciones cabían en un puño.




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