El torneo interescolar empezó de la forma más tranquila, como si el universo contuviera el aliento antes del caos. Un ambiente festivo flotaba en el aire del colegio anfitrión, donde estudiantes de dieciséis instituciones se agolpaban en las gradas, las banderas ondeaban como estandartes de guerra medievales, los cánticos chocaban entre sí en una cacofonía que más que competencia, celebraba la juventud. El sol reverberaba en las camisetas sudadas, y el olor a hierba recién cortada se mezclaba con el dulce aroma de los puestos de comida improvisados.
El Instituto Fénix del Sur, los temidos titanes de campeonatos pasados, no decepcionaron. Desde el primer silbato, sus jugadores se movieron como engranajes de una maquinaria perfecta. Cada pase era un relámpago, cada remate un veredicto. Cuando el marcador finalizó 3-0, ni siquiera celebraron con euforia; solo intercambiaron sonrisas de superioridad, como si el resultado hubiera estado escrito desde antes del partido. Su portero, un gigante de brazos tatuados, ni siquiera se había manchado el uniforme.
Luego llegó el turno del San Elías.
El grupo se apretujó en las gradas como un organismo único. Yarissa había pintado a mano las camisetas con el escudo del colegio y leyendas épicas: "Sangre, sudor y matemáticas" rezaba la de Oswaldo, mientras que Valeria llevaba una que simplemente decía "Griten ahora, lloren después" en letras góticas. Zoe agitaba una pancarta con el rostro caricaturizado de Cristian, adornado con un halo y la palabra "San Cristian" en letras doradas.
—¡Hoy apoyamos nosotros desde las gradas, el próximo año nos apoyaran con nosotros en el campo! —rugió José, abrazando por los hombros a Renzo y Mika, quienes asentían con una mezcla de nerviosismo y determinación.
El silbato inicial cortó el aire como una guillotina.
Los primeros minutos fueron un tanteo cauteloso, hasta que Jorge interceptó un pase rival y lanzó un balón quirúrgico hacia Dante. Este controló el esférico con el pecho, esquivó a un defensor con un giro que desafió la gravedad, y disparó. El balón silbó antes de estrellarse contra la red.
—¡GOOOOOOL! —El grito unánime de Yarissa, Zoe y Valeria se fundió con el rugido de las gradas. Eva saltando al lado de Oswaldo lo abrazó con fuerza lleno de alegría, mientras Lucas y José chocaban los puños con una sonrisa cómplice. Por un instante, todo era posible.
Pero el rival no era uno cualquiera.
En un contraataque veloz, un pase se filtró entre tres defensores y de pronto el marcador se niveló. El silencio cayó sobre el San Elías como un manto. Valeria se mordió el labio, Zoe dejó caer su pancarta, y hasta José, normalmente imparable con sus bromas, se quedó mudo.
—No… —murmuró Nadia con sus dedos aferrándose al borde del asiento, como si pudiera detener el destino.
Entonces llegó el milagro.
En el último minuto, un disparo cruzado se coló entre la defensa. Cristian, el portero quién había sido agregado al equipo oficial para este torneo, se lanzó como un felino herido, estirando cada músculo hasta lo imposible. La pelota se estrelló contra sus guantes con un sonido que resonó como un trueno antes de que el árbitro pitara el final. 1-1.
—¡Eso no fue una atajada, fue un acto de fe! —gritó Lucas, corriendo hacia Cristian para levantarlo del suelo como a un héroe.
—Empate hoy, victoria mañana —respondió Cristian, escupiendo tierra, pero sonriendo como nunca antes.
Mientras el sol se ponía, tiñendo el campo de tonos sangrientos, el San Elías se retiró con la cabeza alta. No habían ganado, pero algo más importante brillaba en sus ojos: la certeza de que, juntos, ni siquiera el Vacío podría detenerlos.
Los días siguientes cayeron en un ritmo vertiginoso, como las páginas de un libro que se pasan demasiado rápido. Las mañanas se llenaban de ecuaciones y lecciones, las tardes de gritos ahogados en la biblioteca, y los partidos cada tres días convertían el tiempo en algo elástico, donde las horas se estiraban y encogían según la urgencia del momento. El torneo era ahora el latido constante del San Elías, un pulso que todos seguían sin necesidad de relojes.
En uno de esos días, cuando el sol de la tarde se filtraba por los ventanales y pintaba los pasillos de dorado, Valeria caminaba sola. Sus pasos resonaban en el silencio casi vacío, hasta que una figura familiar apareció en la esquina. Araceli.
—¡Araceli! —La sorpresa le hizo alzar la voz más de lo planeado.
Su amiga giró, y por un instante, Valeria vio el brillo de los viejos tiempos en sus ojos antes de que la cotidianidad los opacara de nuevo.
—¡Valeria! Qué gusto verte.
El abrazo fue cálido, sincero, como si el tiempo no hubiera pasado. Se apoyaron contra los casilleros, hablando a toda velocidad como solían hacerlo antes: de los partidos, de los profesores insoportables, de cómo Araceli había logrado convencer a su enamorado para que le regalara exactamente el libro que quería.
—Es que tú siempre supiste cómo conseguir las cosas, —dijo Valeria, sonriendo.
—Y tú siempre supiste cómo arruinarte los planes sola, —respondió Araceli, con una carcajada que hizo eco en el pasillo.
Pero entonces llegó el silencio. Un segundo demasiado largo, como si ambas se dieran cuenta al mismo tiempo de que algo había cambiado.
—Bueno… tengo que irme, —dijo Araceli, ajustando la correa de su mochila con un gesto que Valeria conocía demasiado bien: era la manera en que su amiga evitaba las despedidas difíciles.
—Claro, nos vemos luego.
Y así, con un último apretón de manos, Araceli se alejó.
Valeria se quedó inmóvil, observando cómo la silueta de su amiga se perdía entre los estudiantes que comenzaban a llenar el pasillo. ¿Así sería todo si ella y Lucas se convertían en algo más? ¿Se volverían extraños con el resto del grupo, como si una relación romántica fuera una barrera invisible entre ellos y los demás?
Sus pensamientos se desmoronaron cuando una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.