El primer día de clases amaneció con esa energía peculiar que solo septiembre trae consigo. Los pasillos del San Elías resonaban con el eco de risas adolescentes y el crujir de mochilas nuevas al rozar las paredes. Entre el bullicio, una figura llamó la atención de todos: la profesora Lisbeth, cuyo nombre provocó inmediatamente miradas cómplices entre los alumnos de la sección A. Con su bata blanca ondeando como bandera y una sonrisa que desarmaba hasta al más rebelde, la nueva docente de biología tenía el don de hacer que hasta la fotosíntesis sonara fascinante.
Durante el recreo, José no pudo resistir la tentación. Atrajo a su compañera Lisbeth con un gesto pícaro y susurró: —Esto va a ser épico—. La chica, conocedora de sus locuras, cruzó los brazos, pero accedió a colocarse estratégicamente junto a la profesora, fingiendo revisar su cuaderno.
—Lisbeth, desde que entraste al aula, mi corazón late como mitocondria en plena respiración celular —declamó José con voz teatral, haciendo que su amiga Lisbeth fingiera un ataque de tos para disimular. —Y tus ojos... son como microscopios que ven directo a mi núcleo —continuó, mientras Renzo y Oswaldo se doblaban de risa tras una columna.
La profesora alzó una ceja, pero al ver a la alumna Lisbeth ruborizándose, comprendió la broma. —Señor Martínez—, dijo con tono de advertencia, aunque una sonrisa asomaba, —guarde esa energía para el examen de sistemas orgánicos—.
Al caer la tarde, cuando el sol pintaba la cancha de oro líquido, Thiago reunió al equipo. Cristian llegó cargando sus guantes de portero bajo el brazo, dándoles golpecitos rítmicos como si ya estuviera atajando fantasmas. Renzo, siempre práctico, trazaba líneas imaginarias en el suelo con la punta de su bota.
—Este año no nos conformamos con llegar a semifinales —anunció Lucas, pasando la pelota de mano en mano como un testigo sagrado. Su voz, ahora con esa calma que había aprendido en la isla, cargaba un peso nuevo.
Thiago, apoyado contra el poste del arco, asintió con la barbilla: —Si jugamos como unidad, ni el Colegio Militar nos para.
—¡A mí que no me pongan de líbero otra vez! —protestó José, lanzándose al pasto. —La última vez casi me trago un zapato.
Gael, desde las gradas, intervino con su habitual economía de palabras: —Prefieren tu boca ocupada con un zapato que hablando.
Las carcajadas rompieron la tensión, pero cuando Thiago extendió la mano al centro, todos se sumaron al gesto. Incluso Gael bajó a unir su palma a la pila de manos sudorosas. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier discurso: estaban listos.
El primer entrenamiento después de las vacaciones comenzó con un balón que parecía tener vida propia. Los pases fallidos dibujaban trayectorias erráticas en el aire, los desplazamientos chocaban como imanes mal alineados, y el silencio incómodo solo se rompía con los gritos de Thiago.
—¡Es el mismo pase que hicimos mil veces el año pasado! —rugió Thiago después de que José interceptara mal un balón que terminó estrellándose contra las gradas vacías. Sus nudillos palidecían al apretar el short.
José, con la frente perlada de sudor y una sonrisa forzada, replicó: —Si quieres precisión, pídele a Renzo que te haga un gráfico en su calculadora.
El aire se espesó. Renzo se ajustó las gafas con gesto nervioso, mientras Cristian daba palmadas rítmicas a los postes del arco como buscando distracción. Fue entonces cuando Lucas se interpuso entre ambos con la tranquilidad de un muro de piedra. Colocó una mano en el pecho de Thiago y otra en el hombro de José.
—Basta —dijo sin alzar la voz, pero con una firmeza que hizo que hasta Gael levantara la cabeza desde las gradas. —Ningún campeonato se ganó con egos rotos.
Los reunió en círculo, haciendo que incluso Oswaldo dejara de rebotar el balón.
—Thiago, tus estándares nos hacen mejores. José, tu humor nos mantiene vivos. Pero si esto —señaló el espacio entre ellos— se rompe, ya perdimos.
Las palabras cayeron como piedras en un estanque. Thiago asintió con la mandíbula apretada, José dejó escapar un suspiro exagerado pero genuino, y Renzo murmuró: —Técnicamente, el 63% de los equipos con conflictos internos... — antes de que Oswaldo le tapara la boca con un guante sudoroso.
Esa tarde, cuando el sol comenzó a caer, Lucas dirigió el último ejercicio con una autoridad que nadie cuestionó. Ni siquiera Thiago. Y cuando Cristian atajó el primer remate limpio del día, el abrazo espontáneo entre José y Oswaldo selló lo que todos sabían: Lucas ya no era solo un jugador más, ahora era el capitán del equipo.
Días después el aniversario del colegio estalló en colores y gritos que reverberaban en los pasillos. Guirnaldas doradas ondeaban junto a los retratos de generaciones pasadas, y el olor a pop corn recién hecho se mezclaba con el perfume de las profesoras.
En la cancha principal, la sección A coronó su victoria con un gol de Oswaldo que dejó la red temblando. Valeria, desde las gradas, coreaba cada jugada con la intensidad de una entrenadora profesional, mientras Zoe y Nadia sostenían un cartel que decía "Ciencia exacta: A siempre gana".
Pero la sorpresa fue la sección C. José, con los cordones desatados y la camiseta manchada de césped, lideró a su equipo hasta el segundo puesto con una determinación que hasta Thiago aplaudió.
—¡Lo logramos, genios! —gritó José abrazando a Renzo, quien tosió ante el impacto. —Ahora solo nos faltan... calcula rápido, cerebro... ¡63 victorias más para igualar a los reyes del A!
Las risas resonaban en el patio de butacas donde ambos equipos compartían bolsas de caramelos. Lucas observaba la escena con una sonrisa tranquila, saboreando ese momento perfecto donde todo —el olor a tierra mojada, el sabor ácido de la naranja que compartía con Valeria, el peso del brazalete de capitán en su brazo— parecía encajar.
Pero en algún lugar, entre el bullicio y las felicitaciones, una sombra breve cruzó su mirada. Como un presagio de que la verdadera prueba aún no comenzaba.