Las aulas del San Elías seguían su ritmo habitual entre ecuaciones y lecciones de historia, pero cuando el reloj marcaba el final de las clases, algo mágico ocurría. El aire se electrizaba con murmullos apresurados, mochilas cerradas de golpe y pasos que resonaban en los pasillos como tambores de guerra. Todos —incluso la estricta profesora Matilde, quien escondía una bufanda del equipo bajo su chaleco— abandonaban sus rutinas para converger en la cancha.
El campo de juego se transformaba en un crisol de colores y sonidos. Las gradas bullían con alumnos agitando banderas hechas de retazos de uniformes viejos, mientras los de música improvisaban ritmos con baldes y reglas de metal. Valeria y Lisbeth, normalmente sumergidas en sus libros, coreaban los cánticos desde la primera fila, aunque Lisbeth lo hacía con la precisión de quien sigue una partitura invisible. Zoe y Yarissa lideraban las porras, sus voces cortaban el aire como cuchillos. Hasta José, el eterno bromista, callaba cuando Cristian hacía una parada imposible con sus manos extendidas como alas de halcón.
Y entonces llegó el día que nadie —ni siquiera Thiago con su ambición feroz— había creído posible. La final del torneo interescolar: San Elías vs. Instituto Fénix del Sur, los invictos campeones de nueve años. La noticia corrió como pólvora. Estudiantes de otros cursos se apiñaban en las ventanas; el director canceló las clases vespertinas "por motivos institucionales"; y Lucas, al ver la multitud, sintió por primera vez el peso de la historia sobre sus hombros.
El amanecer llegó teñido de una electricidad que todos podían sentir, pero nadie nombraba. Desde la primera hora, los pasillos del San Elías vibraban con un murmullo inusual. Los directivos, con sus trajes impecables y sonrisas tensas, recorrían las aulas como fantasmas inquietos, repitiendo frases de motivación que se deshacían en el aire antes de ser escuchadas. Era más que un partido: era el día en que la historia del colegio podía rescribirse.
Llegada la hora del encuentro, en las gradas, la barra oficial era un torrente de color y ruido. Yarissa, con el rostro pintado de azul y oro, dirigía el coro como una general en el campo de batalla, mientras Valeria agitaba un cartel que rezaba "El rival teme a nuestros colores" —. Zoe, sentada en el borde del asiento, mordía inconscientemente el labio inferior cada vez que Oswaldo corría hacia la banda. Incluso José, normalmente el rey de las bromas, calló cuando era el momento del calentamiento antes del partido.
—¿En serio vamos a jugar contra ellos? —preguntó Renzo, ajustando sus espinilleras con dedos que apenas temblaban.
Lucas no respondió de inmediato. Sus ojos recorrieron el cartel que anunciaba la final: las letras doradas del Fénix brillaban como una burla. Pero cuando habló, su voz no dejó espacio para el miedo:
—Hemos derrotado a todos los que subestimaron al San Elías. Hoy no es diferente.
Mientras el equipo se alineaba para el calentamiento, Nadia se acercó a Lucas con algo en las manos: una moneda antigua, igual a la que le había dado antes del primer torneo.
—Para que la historia recuerde quienes somos —murmuró, y aunque las palabras sonaron crípticas, Lucas guardó el objeto en su medallero sin cuestionarla.
Minutos más tarde, el silbato del árbitro cortó el aire. La cancha, el público, el cielo mismo parecieron contener el aliento. En ese instante suspendido entre el pasado y el futuro, doce chicos que empezaron jugando por orgullo escolar comprendieron, sin decirlo, que estaban a punto de cruzar un umbral. Más allá del marcador, más allá del trofeo, algo los esperaba.
Y el partido comenzó.
El partido estalló en un torbellino de tacones secos y gritos ahogados. Era un duelo de titanes, sí, pero también de filosofías: el Fénix, con su juego calculado como ecuaciones, chocaba contra la pasión caótica del San Elías. Cristian, bajo los tres palos, se transformó en un muro viviente. Sus guantes, marcados con runas dibujadas por Lisbeth la noche anterior ("Solo por superstición", había dicho ella), parecían magnetizar el balón.
—¡Ese es mi arquero endemoniado! —rugió José después de una atajada imposible, pero su voz se perdió en el estruendo de las gradas.
En la defensa, Renzo y Lucas se movían como piezas de ajedrez. El primero, implacable en su marca; el segundo, anticipando cada pase como si leyera el pensamiento del rival. Thiago, en el ataque, lanzaba miradas de advertencia al portero rival cada vez que fallaba un remate —como si llevara la cuenta de sus errores—.
Tras una primera mitad sin goles, el descanso había sido un frágil respiro entre dos tormentas. Cuando el segundo tiempo comenzó, el Fénix cayó como un martillo: dos goles en cinco minutos que dejaron al San Elías tambaleándose. El silencio fue más ensordecedor que cualquier grito. En las gradas, Yarissa se mordía el puño pintado de azul, Valeria había dejado caer su cartel al suelo, y Zoe, con los ojos vidriosos, clavaba las uñas en las rodillas de Nadia sin darse cuenta.
Fue entonces que Lucas, con la camiseta empapada y la mirada ardiendo como la punta de una espada, reunió al equipo en el círculo central. Su voz no fue un discurso, sino un rugido que cortó la niebla del desánimo:
—¡No hemos llegado hasta este momento para rendirnos ahora! —gritó, levantando la voz sin querer debido al bullicio que provenía de las gradas. —Cada uno de ustedes lleva algo que este instituto jamás tendrá: el coraje de los que no conocen límites.
Las palabras vibraron en el aire como un conjuro. Renzo escupió al césped y se golpeó el pecho; José, inusualmente serio, asintió con la cabeza; y Oswaldo sintió un calor extraño recorrer sus venas, como si algo antiguo despertara tras cada latido.
El partido renació. Los pases empezaron a fluir con precisión de relojería, las marcas fueron más certeros, y cuando Thiago cobró ese tiro libre en el minuto 28, todos contuvieron el aliento. El balón chocó contra la barrera, pero el rebote cayó como maná del cielo frente a Oswaldo. El tiempo se detuvo. En la banda, Eva se puso de pie tan rápido que su silla cayó hacia atrás, pero él ya no la veía. Solo había un ángulo, un instante, un zarpazo zurdo que envió el esférico a enredarse en la red.