El alba encontró al Colegio San Elías transformado. Guirnaldas azules y doradas serpentearon por los pasillos como ríos de luz, mientras fotografías del partido - capturando cada gesto épico - cubrían los tableros de anuncios. En el patio central, donde generaciones de estudiantes habían dejado sus huellas, una placa dorada relucía bajo el sol de mediodía. Los nombres de los campeones estaban grabados con trazos profundos, como si quisieran arraigarse para siempre en la memoria del colegio. "Que su valor inspire a quienes vengan después", leyó Valeria en voz alta, sus dedos rozaron el nombre de Lucas con una ternura que no intentó disimular.
La ceremonia fue un huracán de aplausos y discursos. Los profesores, incluso los más estrictos, sonreían con un orgullo inusual. Pero en medio de la celebración colectiva, Oswaldo era una isla de silencio. Su mirada se perdía más allá de las paredes del colegio, hacia el sendero donde esa mañana había interceptado a Eva. El recuerdo de su conversación pesaba como una losa:
Eva, apoyada contra el viejo roble que marcaba el límite del campus, tenía los brazos cruzados sobre el uniforme impecable. No había ira en su voz, solo una tristeza cristalina que cortaba más hondo que cualquier grito. —Lo sabía desde ese día en la cafetería, cuando le prestaste tu suéter porque dijo que tenía frío —sus palabras flotaron en el aire matutino. —O cuando te quedaste hasta tarde ayudándola con matemáticas... semanas antes de que yo te pidiera lo mismo. Oswaldo abrió la boca, pero ningún argumento surgió. Las evidencias, vistas ahora con claridad, eran incontables. —No es tu culpa —añadió Eva, ajustando la mochila sobre su hombro con un gesto definitivo. —Pero no puedo ser la chica que espera a que decidas lo que realmente quieres.
El sonido de unas palmadas en su espalda lo devolvió al presente. José estaba allí, con su sonrisa habitual teñida de una comprensión inesperada. —Las dos son increíbles, hermano —murmuró, siguiendo la dirección de la mirada de Oswaldo, donde Zoe ayudaba a Lisbeth a recoger los globos caídos. —Pero solo una te hace titubear cuando hablas de ella.
La observación cayó como una semilla en tierra fértil. Oswaldo no respondió, pero cuando su mirada encontró la de Zoe por un instante fugaz - suficiente para que ella desviara los ojos-, algo se encendió en su pecho. No era la euforia del gol, ni la adrenalina de la victoria. Era más silencioso, más terrenal. Y tal vez, solo tal vez, más duradero.
Mientras tanto en el salón de clases se respiraba festividad. Las serpentinas colgaban como cicatrices de colores sobre las paredes, y el aire olía a azúcar derretida y a risas adolescentes. En un rincón, Yarissa mordisqueaba un trozo de pastel junto a su enamorado con sus dedos entrelazados sobre la mesa manchados de crema. Cada carcajada de ella era un eco que Valeria captaba desde el otro extremo del salón, donde sus dedos trazaban círculos distraídos sobre el dorso de Lucas.
—El próximo año será quizá sea diferente al ser nuestro último año—murmuró Valeria, clavando la mirada en los ojos de Lucas como si buscara una confirmación. Él asintió, pero su sonrisa se desvaneció cuando notó el brillo inusual en los ojos de ella, como si ya supiera algo que él ignoraba.
Cerca de ellos, Zoe jugueteaba con las migas de su propio pastel sin probarlo. Lisbeth y Nadia intercambiaban palabras en voz baja, pero Zoe parecía atrapada en un silencio propio, como si el ruido del festejo no lograra penetrar la burbuja que la envolvía.
—¿Vas a hablarle? —preguntó Nadia, siguiendo la mirada perdida de Zoe hacia donde Oswaldo conversaba con Renzo con su risa demasiado forzada para quien lo conocía bien.
Zoe negó con un movimiento casi imperceptible. —No ahora—. Su voz fue como un susurro ahogado por el estruendo de la fiesta.
Minutos después, Lisbeth cruzó el salón con determinación y envolvió a Oswaldo en un abrazo breve pero firme. —Vamos, no todo está perdido —le dijo al oído, y por un instante, Oswaldo dejó de fingir. Su cuerpo se relajó, como si esas palabras fueran un conjuro contra algo que nadie más veía.
Zoe observó la escena desde la distancia con los nudillos de sus manos apretadas hasta blanquearse. Luego sin hacer ruido, se levantó y desapareció entre la multitud antes de que alguien pudiera notar su ausencia.
A partir de ese día, los pasillos del colegio se convirtieron en un laberinto calculado. Zoe doblaba esquinas cuando Oswaldo aparecía, fingía estar absorta en su libro si él se acercaba, y sus respuestas se volvieron monosílabos cuidadosamente dosificados. Oswaldo lo notó, claro. Pero no insistió. En lugar de eso, se refugió en las bromas de Renzo, en los silencios cómodos de Gael y en las teorías conspirativas de Mika. Sin embargo, incluso entre risas y partidos de fútbol improvisados, había un espacio vacío que antes no existía: el lugar donde Zoe solía estar. Y por más que intentara distraerse, su mente siempre regresaba a ella, como un péndulo incapaz de detenerse.
Con el pasar de los días, el gran salón del colegio respiraba nostalgia entre destellos de luces doradas, pues había terminado el año escolar y con ella había llegado la última fiesta del año donde los alumnos de quinto disfrutaban de su último tiempo juntos antes de seguir caminos diferentes. Las notas de un vals antiguo flotaban sobre las mesas adornadas con flores blancas, mientras el aroma a velas recién apagadas se mezclaba con el perfume dulce de los ramilletes. En ese escenario de despedida, donde las risas sonaban más frágiles de lo habitual, Oswaldo ajustó por décima vez el cuello de su camisa y avanzó entre la multitud. Su mirada no se despegó de Zoe, quien brillaba bajo los reflectores con un vestido azul noche que parecía tejido con fragmentos de cielo estrellado.
Cuando por fin estuvo frente a ella, las palabras se le agolparon en la garganta. —Zoe, yo... —, comenzó, pero sus dedos temblorosos delataban lo que no lograba decir.