Guau! El Centro de Todo lo Tecnológico

CAPÍTULO 2: Un té helado, por favor.

 

Un pie delante del otro. Luego ambos en el aire y... volar. Volar en sentido figurado, claro está, así es como ella se sentía cada vez que con un salto entraba en contacto con la adrenalina que le generaba el peligro al que se sometía. Que por los techos, rejas, paredes, columnas, escaleras es donde ella se sentía realmente viva.

De nombre Krona, si por nombre entendemos a la forma en la que llamamos a las cosas y personas que nos rodean, pues si alguien le dio un nombre al nacer nadie lo sabe (o sí, pero yo no lo sé, ni ella ni nadie relevante para la historia hasta ahora, lo que viene a ser lo mismo), pero en el hospital así se dieron por llamarla. La historia de su nombre es graciosa, si queda espacio probablemente se las cuente, pero por el momento tendrán que creer en mi palabra, no es como si pudieran hacer algo más.

Por estas circunstancias, abandonada por quién-sabe-quién desde que era un bebé, con ningún recuerdo de su origen, Krona siempre tuvo problemas para relacionarse correctamente con los demás, así que en general ni siquiera lo intentaba. Desde el principio, aquellos que la conocían suponían que su falta de recuerdos, la incertidumbre sobre su propio origen, era lo que la alejaba de los otros. Sin embargo, el no conocer su pasado no la atormentaba a cada momento; parecería que sí, pero mientras se pudiera mover con fluidez a través de la selva de concreto y acero que es el Centro de Todo lo Tecnológico, se daría la libertad de ser libre de ella misma. Porque saltando y rebotando, y corriendo y saltando olvidaba todo lo malo y las desgracias de ser quien era, y como saltaba y rebotaba, y corría y saltab todo el tiempo, podría decirse que era tan libre como uno puede llegar a ser.

Tanto correr y saltar entre las humeantes columnas que parecen sostener ese, a veces estrellado a veces azul techo, siempre consumía sus energías. Esa vez que frenó para descansar, sacó del bolsillo de su holgado pantalón un par de anteojos para revisar su reloj. Claro, con la emoción del momento nunca se da cuenta hasta que ya tenía que parar. Y para cuando finalmente lo hizo, con lo mucho que estuvo corriendo, solo podía pensar en una cosa. Un té helado. Un delicioso, frío, refrescante y sensual (sí, por qué no...) té helado. Pero no cualquier té helado. El té del Café Meep era su favorito, el más exquisito que hubiera probado alguna vez... También el único, una cuestión de economía; no creo tener que explicar que sin trabajo no hay dinero y sin dinero no hay tés helados para nadie.

Por supuesto que corriendo y saltando cada que podía, y buscando hacerlo a cada momento, comprenderán que nuestra Krona no tenía la madera de un ciudadano modelo, mucho menos un trabajo estable (o inestable). Así que no tenía manera de comprarse un té (o cualquier otra cosa) con un dinero que directamente no poseía. Ah, pero la idea de ese fresco té vertiéndose en su boca, rehidratando su cuerpo a la vez que calma su necesidad de darse un gusto no desaparecía de su mente. Se fijó como un diabólico chicle en el cabello de una víctima inocente. Y el problema con las ideas es que engendran otras tantas más descabelladas. Y es que en una ciudad tan grande, de seguro que se podía encontrar un blanco fácil...

No era la primera vez que las ambiciones de Krona estaban por delante del bienestar de la billetera de algún transeúnte desprevenido, si bien prefería no ceder a ese impulso. Aunque, esto dicho, cuando uno prefiere disfrutar de la libertad en lugar de trabajar para comer ¿Cómo iba a subsistir ella si no era con el trabajo de alguien más? Tal vez vivir a costa de otro no sea lo más digno del mundo, pero a ojos de Krona morirse de hambre tampoco.

Pues entonces, guardó sus anteojos nuevamente en su bolsillo, tomó carrera y efectuó lo que solo puede ser descrito como un salto de fe desde la azotea hacia lo que parecía ser el vacío y la promesa de una muerte horrorosa y muy gráfica. Pero con ágil gracia disminuyó su velocidad corriendo contra la pared y con un salto se lanzó hacia la barra que sostenía un cartel luminoso. Desde allí se tiene una visión panorámica y más exacta de lo que pasa sobre las calles. La ciudad gris y plateada parece rebosar de vida cuando uno está por sobre el ras del suelo, pudiendo observar a los conglomerados de gente moviéndose como una masa uniforme, como un verdadero río con cientos de afluentes humanos (o androides, también) dispersándose por entre los gigantes de hormigón, metal y cristal. Cada cual con sus preocupaciones, sus mascotas, sus hijos, sus trabajos, o quién supiera las razones de cada uno, perdido en las mismas como siendo parte de un mundo propio y apartado, pero a la vez compartido con todo el resto. Así, entonces, comenzaba la búsqueda de nuestra heroína (por llamarla de alguna forma) de una buena víctima para un hurto furtivo entre esas pobres almas distraídas. Luego de ponerse los anteojos, ya que sin ellos le sería difícil identificar algo en concreto, divisaba uno tras otro los posibles blancos: un hombre tratando de lidiar con un niño, un perro y varias bolsas; un robot muy ocupado discutiendo sobre el estado de la bolsa de valores por teléfono mientras cruzaba la calle; un hombre (¿mujer? ¿robot? ¿otra cosa?) con un perro realmente extraño y una caja de zapatos; y entonces fijó al premio mayor. Todos eran buenos blancos, todos distraídos, todos con cosas de las que preocuparse, pero al fin y al cabo acostumbrados al ritmo de la ciudad. Sin embargo allí estaba esta persona con aire confundido, casi perdido, como si no supiera bien en qué estaba metido. Con sus ropas tan simples y con la expresión de su rostro delataba indefectiblemente que venía de más allá del Centro, de una de las periferias, como las llamaban por allí, aunque "sitio inhóspito en el medio de la absoluta nada" podría considerarse un nombre más adecuado.



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En el texto hay: comedia, novelaligera, ilustrado

Editado: 19.12.2018

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