Guerra de Razas: Sangre Divina

CAPITULO 1: EL ANTIGUO CABALLERO

—Increíble... ¿De verdad esperas que crea todos esos disparates, niño? —Su voz resonó en la taberna, unos ojos fríos y despectivos escudriñaban al joven tembloroso frente a él.

—No mi señor, estoy seguro de lo que vi. —Replicó insistiendo con determinación. —Mi hermano, quien es soldado, fue enviado hacia Akarot por la corona en busca de información... Fue ahí donde pude ver a ese demonio, y desde entonces no he tenido noticia alguna de mi hermano.

Entonces, solo hubo silencio.

Bajo los sombríos callejones rurales, oculto entre cercos gastados y arboles viejos se encuentra La bruja dorada, un lugar de descanso para almas en pena en medio del camino, se reconocería aun a una docena de metros solo por el hedor incesante a madera podrida, su nombre, recordado apenas por unos pocos, es testigo del paso indiscutible de los años.

Su entrada, flanqueada por dos grandes columnas de roca desquebrajada y una puerta de roble que a duras penas se sujeta para opacar el viento del exterior.

En el interior abunda un aire espeso, cargado de desesperanzas y olor a orines y vino derramado. Las mesas se tambaleaban de lado a lado, viejas como el lugar mismo que las acoge, talladas con palabras y juramentos inentendibles y ya olvidados.

En el fondo, un hombre siempre encorvado y de mirada casi apagada, introduce un paño en el interior de un vaso grisáceo. Observa el lugar y las almas allí reunidas apenas abierto el local; sus ojos hundidos en sus cuencas y las ojeras negras como el ébano no reflejaban más que la tristeza de quienes han perdido la esperanza.

El fuego, lo único tibio en aquel lugar era un brasero junto a las mesas, refugio para calentar los viejos huesos de los hombres, que, en silencio, bebían y bebían hasta saciar la sed del vacío que cargaban sobre sus espaldas y querían opacar.

El noble estaba entre ellos, esperando, hundido a duras penas en las palabras del chico que, con harapos y pies descalzos y húmedos intentaba explicarse con desesperación, tartamudeaba con los ojos cubiertos en lágrimas, pero la falta de atención de todos era obvia.

El hombre miraba las paredes de la taberna adornada con telarañas y cuadros que alguna vez representaron paisajes hermosos ahora desgarrados y descoloridos por la humedad. El techo crujía sobre sus cabezas por cada ráfaga de viento, como si en cualquier momento fuera a colapsar bajo su propio peso.

El joven, viendo el obvio desinterés optó por irse finalmente, fue tal el desdén que sintió al verlos a todos absortos en su melancolía, que desapareció como un fantasma entre las mesas.

Momentos más tarde se escuchó finalmente lo que el noble esperaba, caballos galopando a lo lejos. El sonido al descender de ellos a unos pasos de la entrada fue claro. Sir Joseph iba a la cabeza, llevaba una armadura en perfecto estado, brillaba a diferencia de todo en aquel lugar, mantenía su yelmo bajo el brazo y un rostro carente de expresión.

Diferente fue el caso de Sir Anton Muse, quien entró segundos después, su rostro estaba iluminado por una sonrisa que transmitía camaradería a todos, sus ojos chispeaban una mezcla de astucia y confianza sobre sí mismo, portaba una lanza en su espalda la cual era más alta que él mismo. Sus armaduras tenían plegado el emblema del reino, eran caballeros reales al servicio de la Diosa.

Justas fue el último en entrar, a pesar de no llevar armadura, su presencia imponía respeto allí donde fuera, era conocido en el reino como uno de los más influyentes mercaderes, y, a pesar de ellos, no acostumbraba a llevar finas cedas sobre él que demostraran su estatus.

El nombre, sentado sobre un taburete inclinado, se tomó un momento para verlos desde un rincón de la taberna, entonces, ante las miradas angustiadas de todos los presentes rompió el silencio con una risa contagiosa y se acercó a ellos con efusividad en un abrazo de camaradería.

Rato después se podía escuchar como Sir Joseph Laguna y Sir Anton Muse se echaron a reír tras uno de los tantos chistes de Lord Hendry, ambos hermanos carcajeaban mientras daban palmadas contra la mesa y el tarro de Sir Justas derramaba gotas de vino en el suelo.

—¿Cuándo fue la última vez que bebiste con nosotros, viejo Justas? —Preguntó Lord Hendry sujetando el brazo del hombre y un tarro de vino en la otra mano.

—Los negocios, amigo mío, —Respondió Justas. —Los negocios son la razón. Mas de tres años desde que nos encontramos por última vez, señores. —Bebió un sorbo de vino y levantó su tarro. —¡Es una noche de reencuentros!

Todos levantaron sus copas en sincronía e hicieron un brindis para continuar bebiendo entre risas y murmullos. Lord Hendry se tambaleaba sobre su asiento y soltaba carcajeadas, ya no había visto al muchacho campesino con el que había compartido palabras horas antes. Pero, las palabras del joven habían carcomido alguna parte de su mente, eso se notaba en su rostro, ya había contado aquello al grupo que estaba con él, pero ignoraron el tema antes. Entonces Sir Joseph y Sir Anton notaron esa frustración.

—Es real. —Le dijeron casi en sincronía.

—¿Qué cosa? —Preguntó Lord Hendry.

—El demonio que vio el niño. —Respondió Sir Anton. —Pero no es un demonio, mi amigo. Un hibrido que se les escapó a los hombres de la diosa Sía.




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