Los días se sucedían, y con cada noche, Dom se sumergía en pensamientos sobre Anna y las incógnitas que seguro la envolvían en aquel momento. El trayecto hacia el Reino se extendía como una cinta interminable, y el agotamiento de cinco jornadas de galope, apenas interrumpidas por descansos fugaces, se acumulaba en los músculos de Dom.
El viento acariciaba con suavidad la hierba y agitaba las hojas de los árboles que flanqueaban el camino. Sin embargo, el sol, inclemente en su resplandor, envolvía a Dom en una creciente sensación de sofoco. A ratos, parecía que su cuerpo estaba al borde del colapso bajo el peso del calor vespertino.
De repente, un grito femenino, desgarrador y casi agonizante, rasgó el silencio del bosque. A pesar de sentirse inquieto y molesto por la pequeña distracción que retrasaría su marcha hacia el objetivo principal, Dom se encaminó hacia el origen del sonido.
Entre los árboles, con la precaución de no alejarse demasiado del camino, se topó con un soldado de estampa imponente, cubierto por una armadura completa. Su figura infundía cierto temor en Dom. Parado en un claro rodeado de árboles altos y sombríos, el soldado parecía un guardián de la oscuridad. La luz del sol no alcanzaba aquel rincón donde estaba, el aire era húmedo y fresco, creando una atmósfera inquietante como si algo siniestro aguardara entre las sombras.
Con cautela, Dom rodeó al soldado, tratando de ser imperceptible, pero al tocar su hombro y descubrir bajo la armadura una piel negra en avanzado estado de descomposición se hizo presente, la sorpresa se apoderó de él. Intentó mover al soldado, pero este no respondió y cayó entre las duras piedras del suelo, formando una zona árida y desolada en medio del bosque.
La inquietud lo embargaba mientras el grito de la mujer se desvanecía en el aire. Trató de permanecer en silencio, pero el canto insistente de las aves que volvieron con sus trinos interrumpió su momento de reflexión.
—¿¡Qué demonios está pasando!? —susurró con frustración.
Ya estaba irritado y, al mismo tiempo, cansado y hastiado de todo el viaje. Montó de nuevo en su caballo y retomó el camino hacia el Reino. La oscuridad del bosque lo envolvía, apenas vislumbraba los contornos de los árboles que se alzaban hacia el cielo. El aire fresco y húmedo de la hora cercana al anochecer llenaba sus pulmones, mientras la luna, filtrando su luz entre las copas de los árboles, iluminaba su trayecto. El sonido de las hojas secas crujía bajo los cascos de su caballo, y a lo lejos, podía oír el murmullo del arroyo que serpenteaba.