Guerra de Razas: Sangre Divina

CAPITULO 3: REINO DE DIOR

A medida que Dom se aproximaba al reino, el humo ascendente de las chimeneas de las casas señalaba la actividad constante de sus residentes. El aroma embriagador de comidas exquisitas, cocinadas a fuego lento en cada hogar, impregnaba el aire, invitando a los sentidos a un festín anticipado. El murmullo distante de personas que se movían con gracia y elegancia era la sinfonía que resonaba en cada rincón, revelando la alta jerarquía de la clase social de aquel lugar.

Al adentrarse en el corazón del reino, Dom pudo detenerse a contemplar la arquitectura majestuosa de los edificios, cada uno de ellos una obra maestra que reflejaba la riqueza de la sociedad que los habitaba. Decorados con un estilo sofisticado y elegante, los edificios se erigían con una magnificencia que anunciaba la opulencia de sus habitantes. Las dimensiones de las construcciones, con altas torres y detalles intrincados, conferían al lugar un aura de grandeza.

El suelo, meticulosamente empedrado y pulido, resplandecía bajo la luz del sol, como si cada piedra hubiera sido limpiada con esmero a diario para preservar su belleza. Medidas cuidadosas y precisas se reflejaban en la disposición armoniosa de las calles y plazas, contribuyendo a la estética impecable del reino.

Las personas que transitaban por las calles, ataviadas con ropas de tejidos finos y colores vibrantes, contribuían a la escena con su presencia grácil y elegante. Cada gesto y saludo resonaba con cortesía, creando una atmósfera de paz y armonía que permeaba toda la ciudad. Las medidas exactas de los sectores del reino, cuidadosamente planificados, se traducían en una distribución equitativa y funcional, facilitando la vida cotidiana de sus habitantes.

Finalmente, Dom alcanzó el epicentro del reino, donde se alzaba un castillo majestuoso, sus paredes resplandeciendo en un tono dorado como si estuvieran impregnadas de oro puro. Este monumento de opulencia estaba adornado con los materiales más preciosos y refinados que podían concebirse. Las torres que flanqueaban el castillo se erigían imponentes, desafiando al cielo con su altura majestuosa, mientras que la muralla que lo rodeaba, robusta y bien cuidada, confería una sensación de inviolable grandeza. Era, sin lugar a duda, un lugar que dejaba sin aliento a cualquier espectador.

Con determinación, Dom se aproximó al castillo, consciente de que su encuentro con la Diosa Sía sería crucial para evitar una tragedia inminente. Sin embargo, su avance fue abruptamente detenido por dos guardias, cuyos uniformes relucían con la misma opulencia que la estructura dorada que custodiaban. Intentaron, con fuerza, empujar a Dom para alejarlo del lugar, sus gestos evidenciando un celo inquebrantable en la protección del santuario.

—¡Retírate, forastero! —gritó uno de los guardias, bloqueando el camino de Dom.

—No tengo intención de irme sin hablar con la Diosa Sía. —respondió Dom, plantando sus pies en el suelo y enfrentándose a los guardias con seriedad.

—Si insistes, te mataremos. —amenazó el segundo guardia que sostenía una lanza para hacer valer su advertencia.

Miró al soldado, un joven de no más de veintidós años sostenía la lanza apuntándole directamente, sin preguntas y sin explicaciones. Su decisión fue evidente; en cuanto se miraron los unos a los otros dio un puñetazo con tal fuerza que hizo tambalear al soldado que seguía desarmado, el otro, como un animal salvaje, no dudó en atacarlo, pero su movimiento carecía de maestría, y le bastó una patada directa al muslo mientras con una mano sostenía la lanza que había pasado a escasos centímetros de su estómago para que el soldado cayera de rodillas, Dom no dudó en tomar la lanza, y vio temor en los ojos del chico. Su compañero hizo el intento de atacar, con una furia desmedida que se vio interrumpida por el azote del metal largo que sujetaba la punta de la lanza en su hombro. El chico lo miró sin decir palabra y también fue azotado por el arma.

Al estar aturdidos por el golpe no se detuvo a comprobar si les había herido de gravedad. Se puso frente a la gran puerta dorada e intentó empujarla con fuerza, pero no cedió.

Lo siguiente fueron patadas, una tras otra; la puerta retumbaba en sonidos secos, y finalmente cedió a los golpes. Las bisagras rotas saltaron en todas direcciones y una de las puertas cayó contra el suelo de porcelana del interior del castillo.

El interior estaba lleno de mandobles levantados, cada uno sostenido por un soldado hasta donde alcanzaba la vista en aquél gran salón dorado. Entonces sin temor se encaminó a paso firme, a la distancia podía ver el trono al que se dirigía, y la pregunta del por qué no atacaban se posó en su mente.

—¿Quién eres tú? —preguntó uno de los soldados con cautela, era pequeño, casi como un niño.

—Mi nombre es Dom, y solicito hablar con la Diosa Sía. —respondió Dom con desdén.

Los soldados se miraron entre sí, indecisos sobre qué hacer. Pero finalmente el mismo chico de antes se acercó a Dom y lo guio hacia el interior del castillo. Dom sabía que su misión estaba lejos de terminar, pero al menos había conseguido pasar la primera barrera.

—¿Qué carajos sucede? —preguntó Dom, mostrándose frío y desafiante tras ver la inmensa cantidad de soldados que resguardaban el trono.

Desde el trono, apenas visible desde la posición de Dom, se escuchó la suave y tranquila voz de Sía, Diosa gobernante de Dior. Pero en esta ocasión, su tono parecía tenso y ligeramente temeroso pensó Dom.




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