Hannibal, con una urgencia que se podía sentir en el aire, se movió con rapidez, sus pasos resonando en el silencio del castillo. Su objetivo era alcanzar a Dom antes de que este llegara a la habitación en la que había sido atendido anteriormente. Su corazón latía con fuerza en su pecho, cada latido marcando el ritmo de su apresurada carrera.
Pero cuando llegó al largo pasillo, un corredor que parecía extenderse hasta el infinito se detuvo. El lugar estaba adornado con cuadros antiguos, cada uno contando una historia diferente, rostros y paisajes iluminados por la tenue luz de las velas que parpadeaban en sus soportes. El aire olía a cera y a viejo, un recordatorio del tiempo que llevaba en pie.
Fue entonces cuando notó a Dom, parado a mitad del pasillo, su mirada fija en algo. Hannibal siguió su mirada y vio una armadura antigua y desgastada por los años. La armadura yacía en una orilla del pasillo, como un guardián silencioso de historias olvidadas. Pero, a pesar de su estado desgastado, aún emanaba una sensación de poder.
Dom parecía hipnotizado por la armadura, su mirada fija en ella. Hannibal no sabía cuánto tiempo habría estado Dom en aquel escenario. se acercó lentamente, sus pasos resonando en el silencio como un eco. Podía ver la curiosidad en los ojos de Dom, una chispa de reconocimiento que indicaba que había comprendido a qué orden pertenecía la armadura.
—¿La usaste durante la guerra? —preguntó Dom. Su tono era serio, casi reverente, y no apartó la vista de la armadura.
—Era de mi padre —respondió Hannibal casi al instante. Su voz estaba cargada de respeto y nostalgia, y sus ojos se llenaron de un brillo distante mientras recordaba a su padre. —La guarda en este castillo porque no quería que otros descubrieran que estuvo en una orden.
Dom asintió lentamente, le echó un vistazo al joven y luego volvió a mirar la armadura, sus ojos recorriendo los detalles desgastados por el tiempo. Parecía estar sumido en sus pensamientos, su mente trabajando a toda velocidad para unir las piezas de un rompecabezas.
—Supongo que, por el desgaste de la armadura, ¿ha pasado cuánto? ¿Doscientos años? —preguntó. Era la primera vez que parecía darse cuenta del lapso de tiempo que se perdió en su memoria.
—Trecientos años —corrigió Hannibal, su voz suave. —Es más o menos el tiempo que lleva en pie este castillo.
Dom seguía con la mirada aún fija en la armadura.
—Fue incluso antes de terminar la guerra que se separó el grupo de tu padre. —Afirmó. —Luna Plateada, fue el nombre de la orden.
Hannibal sintió un escalofrío al escuchar esas palabras. ¿Había logrado Dom recordar algo?
—¿Lograste recordar algo? —preguntó.
Dom cerró los ojos, su rostro mostrando una concentración intensa. Parecía estar tratando de concentrarse en los fragmentos de recuerdos que se le venían a la mente, como si estuviera tratando de unir las piezas de un rompecabezas. Pero la mayoría de los recuerdos eran borrosos y confusos, como si estuvieran ocultos detrás de un velo opaco.
A pesar de la neblina de sus recuerdos, algunos detalles se le presentaban con una claridad sorprendente. Podía escuchar el sonido metálico de la espada al chocar con la armadura, un eco que resonaba en su mente como un grito de guerra. El olor a sangre y sudor, tan crudo y real, impregnaba el aire de su memoria, transportándolo de vuelta al campo de batalla. Las caras de algunos de sus compañeros de armas, aunque borrosas, se asomaban en su mente, cada una marcada por la determinación y el coraje del fragor de la batalla. Recordaba también su entrenamiento diario al amanecer, junto a un grupo de hombres tan resueltos como él, cada uno de ellos un eslabón en la cadena de su fraternidad de guerra. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, las caras de esos hombres permanecían ocultas en las sombras de su memoria, como si se resistieran a ser recordadas.
Dom, en su búsqueda por desentrañar los misterios de su pasado, intentó recordar más sobre la Luna Plateada, la pequeña orden a la que, según parecía, había pertenecido el padre de Hannibal. La imagen de una luna plateada con una espada cruzada se materializó en su mente, tan vívida y nítida que no cabía duda de que ese era el símbolo de la orden. Era como si esa imagen hubiera estado grabada en su memoria, esperando el momento adecuado para revelarse.
Dom abrió los ojos y miró a Hannibal, quien lo observaba con una mezcla de preocupación y curiosidad.
—No puedo recordar más. Hay algo que me impide aclarar esos recuerdos, como si estuvieran ocultos detrás de un muro. —dijo Dom, aparentemente frustrado.
Hannibal asintió comprensivamente.
—A veces, los recuerdos pueden ser dolorosos y difíciles de enfrentar, es por lo que la mente prefiere ocultarlos. Pero no te preocupes, con el tiempo, tarde o temprano vendrán a ti.
Dom suspiró y siguió caminando hacia la habitación donde había sido atendido. A pesar de su frustración, sabía que debía continuar tratando de recordar, si quería descubrir quién era y qué papel había jugado en la guerra que parecía haber dejado una marca en su pasado.
—Dom, si hay cualquier cosa que pueda hacer por ti, no dudes en buscarme, estaré en el salón junto a Mía, y no hay problema si quieres quedarte un tiempo. —Dijo Hannibal.